Apropiación simbólica


7 de mayo de 2014


Hay siempre una intención en la creación de las imágenes. Unas veces es más velada, otras más evidente, lo cierto es que la representación artística ha estado sometida a lo largo de la historia a diversos condicionantes: una obra de arte, en tanto que creación humana, implica una visión del mundo por parte de quien la crea, que varía según su condición política y socioeconómica, de dónde y con quién se han criado las personas que la realizaron. Que puede ser incluso un arma, eso también lo sabían historiadores del arte como Gombrich, de origen judío austríaco, y otros de su generación como el berlinés Rudolf Wittkower. Ambos pudieron comprobar cómo el nazismo destruyó obras de arte y promocionó otras a su favor como parte de su estategia de propaganda destinada a imponer su visión del mundo, por la fuerza, sí, y también con ello en el plano simbólico.

Cineastas, artistas de todo tipo, científicos, obreros... también Gombrich, Wittkower y muchas otras personas dedicadas a la enseñanza y estudio de la historia del arte tuvieron que huir de sus lugares de origen y desarrollar su labor fuera de su hogar debido a la locura nazi. Muchos murieron antes de poder exiliarse. Quizá por ello los historiadores del arte alemanes y austriacos de la época que no aceptaron y sufrieron el nazismo tuvieron muy claro, por experiencia vital propia, que cualquier representación artística, por muy pretendidamente veraz que sea, esconde una manipulación y significados más profundos. Hubo historiadores alemanes de esa quinta, como el muy a su pesar brillante Erwin Panofsky, que en su afán casi neurótico por explicarlo todo llegaron a conclusiones a veces muy rebuscadas... pero es que tras haber vivido la brutalidad inhumana del nazismo muchos de estos investigadores necesitaban de nuevo la explicación lógica, la razón, como bálsamo y aliada para que la historia, el mundo todo, volviera a cobrar sentido.


Alberto Durero, Melancolía I, 1514. Este complejo grabado del genial artista de Núremberg es una de las obras de arte a las que Panofsky le dio más vueltas. Alberto Durero fue en general uno de los artistas alemanes favoritos de Panofsky: quizá el hecho de estudiarlo tan insistentemente fue un intento por su parte de recuperarlo del "secuestro de lo alemán" que había llevado a cabo el nazismo, un rapto, una apropiación, que hizo que gran parte de la ciudadanía alemana, durante un tiempo tras la guerra, rechazara su patrimonio histórico, literario y artístico por asociarlo automática y digamos definitivamente con el régimen nazi.


El régimen nazi se encargó de desprestigiar lo que era diferente a su concepción del mundo, magnificando las pequeñas diferencias de color de piel, sexualidad, religión, etc. para hacer pasar a los "no nazi" por casi seres ajenos a lo humano. Al considerar a judíos, gitanos o polacos como otros, como seres inferiores y estorbo en el desarrollo de los "únicos humanos", esas personas no acordes con el ideal nazi de raza aria podían ser percibidas como la mala hierba que no deja crecer al árbol. Eran pues objeto de exterminio: esta idea se normalizó además en el régimen nazi por una inversión de la moral natural y por lo que la filósofa Hannah Arendt llamó la banalización del mal. 

Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos "no matarás", aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos "debes matar", pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de construir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probalemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resitir la tentación.

- HANNAH ARENDT, Eichmann en Jersusalén -


El nazismo, en su superioridad, su competitividad radical, su miedo y su ira en fin, todas las emociones y pensamientos que nos impiden ver al otro y solo contemplar nuestro ombligo, había proclamado en definitiva y en grado extremo su separación con el resto del género humano. Esa separación suponía además una propia desconexión con lo que nos hace realmente humanos: la compasión, la entrega, el valor... El amor. Era el triunfo del hombre-máquina, ese al que no le duele, porque su falta de contacto consigo mismo se lo impide, sentirse separado de los demás y de sí mismo.

Para las personas inmersas en la visión del nazismo, esa percepción de sentirse superiores y especiales con respecto a los demás era incluso la salvación, la única realidad verdadera. Precisamente por ello -y con esto retomo un poco la idea de la entrada anterior- historiadores como Gombrich, Panofsky, Wittkower o Aby Warburg, del que hablaré en otra ocasión, se fian aún menos del criterio de veracidad cuando las obras de arte representan pueblos lejanos y exóticos, es decir, lo que se conoce como el otro. La estrategia de apropiación simbólica nazi, de tomar una representación de un determinado tipo de persona o cosa como verdadera y convertirla en cliché, no fue pues algo nuevo, sí lo fue la intensidad y el grado de fanatismo que con el nazismo alcanzó.

 
Wittkower señaló cómo a lo largo de la historia, en el arte antiguo, medieval o moderno, el extranjero, el forastero, el bárbaro y la raza diferente fueron con frecuencia dotados de una apariencia grotesca y monstruosa, y así lo hicieron los fotógrafos y cineastas nazis cuando tomaron intencionadamente primeros planos de gentes de otras culturas que vivían en condiciones de pobreza provocadas muchas veces por los propios nazis, en un ejemplo más, ahora nada sutil, de la manipulación de la imagen. Los nazis se apropiaban de la condición humana bajo la ecuación "solo los nazis son humanos", y esto no dudaron en expresarlo simbólicamente, apropiándose de las imágenes, realzando algunas y rechazando otras, en puro artificio al servicio del caos.




La vuelta al orden se pudo entonces intentar con la razón, como hizo no sin abusar Panofsky. También se puede con la escucha de nuestras necesidades interiores más profundas como seres humanos, con el contacto con lo que en esencia somos; Antonio Gramsci, que vivió y sufrió el ascenso del fascismo en Italia y precisamente estudió concienzudamente eso de la apropiación simbólica, propuso al respecto: contra el pesimismo de la razón hay un optimismo de la voluntad.

Esta frase me inspira. Se tarda mucho tiempo, generaciones a veces, en aceptar los cambios. Claro que sí. Al mismo tiempo, opino que el poner voluntad en el sentido de conciencia, en hacer ver que los clichés son solo eso, clichés, estereotipos, refugios mentales nacidos del miedo o la inconsciencia, puede favorecer el cambio.



2 comentarios:

  1. Contra el pesimismo de la razón hay un optimismo de la voluntad"me quedo con esa frase tan alentadora,después de leer toda tu información sobre la apropiación del simbolismo,que me ha dejado pensando hasta donde puede llegar o afectar el miedo al ser humano,hasta el punto de querer olvidar su cultura y su historia..
    Dique informándonos ,para seguir creciendo,besos

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    1. El miedo lo usamos para separarnos de los demás; de la mano del odio puede implicar la negación o incluso la aniquilación del "otro" cuando todo un ser o grupo humano lo toma como pretexto para darse importancia personal. El nazismo se alimentó de todo este marco de emociones y nos recuerda que el ser humano sin amor y poseído solo por el ego puede llegar a ser el mayor enemigo de sí mismo.

      El miedo existe, es una emoción que no se puede negar a riesgo de ser una persona temeraria o inconsciente, reprimida en cualquier caso. Sin embargo considero que el miedo, también la ira, son a la vez emociones aliadas para crecer cuando las reconocemos, les damos expresión y, de manera canalizada, las atravesamos.

      Muchas gracias, Anónimo, por publicar tu comentario. Un cordial saludo.

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