Cuestión de escala


29 de octubre de 2016

«Proyectos, resopló Gauss. Chismorreos, planes, intrigas. Chácharas con diez príncipes y cien academias hasta que permitían instalar un barómetro en cualquier lugar. Eso no es ciencia.
¡Ah!, exclamó Humboldt, ¿y qué era ciencia entonces?
Gauss dio una chupada a la pipa. Un hombre solo sentado ante su escritorio. Con una hoja de papel delante de los ojos, acaso también con un telescopio, ante la ventana el cielo claro. Si ese hombre no se daba por vencido hasta que comprendía, eso quizá fuera ciencia.
¿Y si ese hombre emprendía viajes?
Gauss se encogió de hombros. Lo que se escondía lejos, en agujeros, volcanes o minas era azaroso y banal. Así no se aumentaba la comprensión del mundo.
Ese hombre del escritorio, dijo Humboldt, necesitaba por supuesto una mujer cuidadosa que le calentase los pies y le preparase la comida, hijos obedientes que limpiasen sus instrumentos, y padres que lo atendieran como a un niño. Y una casa segura con un buen tejado para protegerse de la lluvia. Y un gorro para que nunca le dolieran las orejas.
Gauss preguntó a quién se refería.
Hablaba en general.»


El Chimborazo, según Alexander von Humboldt


Este diálogo ficticio entre el matemático y astrónomo Gauss y el geógrafo y naturalista Alexander von Humboldt está extraído de La medición del mundo, libro de Daniel Kehlmann que novela la trayectoria vital de estos dos científicos de finales del XVIII y comienzos del XIX que, en un momento histórico justamente previo a la sociedad industrial y tecnológica, se acercaron quizá por ello de forma creativa a ese problema de cómo describir la realidad, el mundo. Se recoge además aquí una confrontación, la existente entre el saber teórico, basada en el cálculo, abstracto, sin necesidad de salir de los límites del estudio como hace Gauss, y el saber basado en la experiencia, la investigación a través del contacto directo con la multiplicidad de fenómenos de la realidad en el caso de Humboldt, el aventurero que atraviesa el Orinoco entre nubes de mosquitos o asciende el imponente volcán del Chimborazo.

Dos modelos paralelos, como las vidas de estos dos alemanes, pero que en algunos momentos se entrecruzan y se relacionan, como ocurre en la conversación con la que se abre esta entrada, sin que por ello pueda decirse que se comprendan. Los modelos aparentemente irreconciliables que cada uno de ellos representan en la novela parecen sentirse lástima cuando, más adelante en el texto y al estar los protagonistas ya en edades más avanzadas -y aunque encuentran un punto en común a la hora de entrar ambos en el estudio del magnetismo- piensen en lo equivocado que está el otro en su forma de aproximares al estudio de la realidad. Se reafirman cada uno en sus respectivos modelos. Nada los pone en duda en esta novela.

Hay, eso sí, un momento en el que Humboldt, en una expedición que realiza por Rusia -en la que por lo demás no puede moverse tan libremente como le hubiera gustado por el país por orden del zar, quien le ha encargado este trabajo-, visita a un lama en algún remoto lugar en la frontera con China. El encuentro no puede ser más absurdo. Con malos traductores de por medio, el lama le sugiere a Humboldt que sus investigaciones recorriendo el mundo, su búsqueda, no hacen sino perturbarlo todo sin producir nada. Le toca el pecho, y le dice que no hay nada. Después le pide el monje a Humboldt si puede resucitar a su perro. El científico le dice que por supuesto que no y, tras rechazar una invitación a tomar el té, se despide y prosigue su camino sin que aparentemente le haya afectado esta conversación.

Que quede claro que soy un fan total de Humboldt -Gauss lo conozco mucho menos, la verdad-. Pero creo que en el libro con esta historia marginal se plantea un buen tema; si en la novela Humboldt y Gauss son dos arquetipos casi de la ciencia europea, el lama aparece en estas páginas pues también como un arquetipo, en este caso de Oriente enfrentado a Occidente. Y si para cada uno de los protagonistas alemanes es a veces incomprensible el modelo del otro, más ajeno le es aún el saber que parece representar el lama oriental. El diálogo es aquí simplemente imposible. El intento de recordar que la curiosidad ansiosa, el afán por registrar y hacer taxonomías del cosmos que caracteriza a veces a la ciencia occidental puede ser su límite, se queda en eso, en un intento. Humboldt ni siquiera se va a acercar a ver qué tiene el perro, al igual que hace caso omiso a cuando el monje le ha tocado a la altura del pecho, es decir, el corazón. Tampoco Gauss, en Alemania, va pararse a mirar qué le está pasando en esa parte de sus ser. Ni el libro ni sus personajes van a cruzar esa puerta, la que va hacia el interior. En definitiva, todavía queda mucho por medir en el exterior. En estos casos, siempre me viene esa frase de que todo lo que hagas, lo hagas con corazón.

También aquello de pero, usted, ¿no es también el mundo?