Belleza intermitente


30 de enero de 2014


Jep Gambardella en su terraza frente al Coliseo (fuente: salonkritik.net)

Cuando te cuentan la última incursión en el cine de Paolo Sorrentino La Gran Belleza, te da la impresión de haberla ya visto, y no hablo solo de los referentes cinematográficos, que son evidentes y creo que conscientes, sino del propio argumento, el del Casanova vividor que entra en la tercera edad hastiado de todo y que, sin embargo, no puede bajarse del carrusel de fiestas en el que ya lleva tantos años que se ha convertido en su única posibilidad de estar en el mundo. Después ves la película, a ser posible en el cine, y experimentas algo más. Viví en Roma un año y, puedo decir sin nostalgias a la vez que con todo mi agradecimiento, que fue uno de los mejores años de mi vida. Eso creo que influye.

Pero, ¿qué Roma es la que vemos en la película? La advertencia al comienzo del film, citando el libro Viaje al fin de la noche de Céline para ello, de que todo lo que vamos a ver -hombre, animales, ciudades y cosas- es imaginado no me parece casual. El comienzo, como toda la propia peli en general, es de un claroscuro efectista: Roma de día, desde el Gianicolo, el Jardín Botánico de Roma desde el que se domina la ciudad en una de sus mejores vistas, con el agua cristalina de la Fontana dell´Acqua Paola, donde canta un surreal coro de mujeres y un turista japonés se desmaya, no sabemos si por el calor o por el afamado síndrome de Stendhal que hace que un viajero, "abrumado por tanta belleza", no pueda soportarla y desfallezca; y súbitamente, la noche romana, el luminoso de Martini en una terraza atestada de gente y Raffaella Carrà en versión techno a todo trapo, caspa y voluptuosidad. En ambas caras de este contraste, siempre una Italia estereotipada de cuyos clichés no puede escapar, menos tras el escenario que ha quedado en el país tras la era Berlusconi. Entiendo en este sentido que la película no haya gustado tanto a la crítica italiana.

El plano del protagonista, Jep Gambardella (Toni Servillo) parado en medio de la fiesta, encendiéndose con vista cansada su enésimo cigarro. En el ojo del huracán, un momento de lentitud y silencio, Jep está celebrando su 65 cumpleaños. No sabe cómo se siente:

-¿Y cómo está el señor? ¿Está triste? - le pregunta su criada el día después de la fiesta.
- No... raro
- Pues lo prefiero triste.

Me suena.

Y lo sabe, en el fondo lo sabe, que todo está resguardado bajo la cháchara y el ruido. Que desde su primera y única novela juvenil no ha vuelto a publicar nada donde hable de sus verdaderos sentimientos. En otra situación, le dirá precisamente a uno de sus colegas que no cite a grandes autores para parecer más inteligente, que hable de sí mismo, de lo que siente. Y a Jep le vienen ganas de escribir, a lo que este colega le pregunta de si le ha pasado algo, a lo que Jep, el gran Gambardella, responde socarronamente que no,  que por qué, que en Roma pasan muchas cosas, le devuelve la pregunta con aquello de por qué le iba a pasar algo a él.

No solo los diálogos, la propia ciudad de Roma, visualmente tan potente, le sirve al protagonista de escenario de esta toma de conciencia -que curiosamente, y de modo ambivalente, al mismo tiempo evita-. Para empezar, el escenario dentro del gran escenario: el Coliseo, a la vista desde la terraza donde Jep organiza sus juergas. Me gusta en este sentido cómo están usados, y muy bien creo sabiendo lo que es la ciudad, los parques, las fuentes, los espacios abiertos donde se ven los altos pinos romanos, lugares que en contraste con la terraza de Gambardella y el Coliseo son, dentro de la loca Roma, remansos de paz; son lugares donde hay poca gente y, especialmente, suele haber agua. Más sugerentes aún, los claustros de los conventos: a veces, en pausa, Gambardella mira descaradamente a las monjas, a los niños de las escuelas católicas, vislumbrando algo, se puede pensar que con malicia o arrogancia. También con cariño, así de ambivalente es Jep, así de anhelante, también. En su apartamento, también, un techo al que mira y se relaja en la contemplación, de nuevo, del agua, esta vez del mar - "¿lo ves Ramona?", le pregunta a una de las mujeres con las que consigue recuperar algo de lo que viene a ser intimidad.

No sabemos, intuimos apenas, que esto duele, Gambardella lo esconde con un cigarrillo y vaso de whiskey en la misma mano. La sensación de desencanto, de no llegar a crear algo auténtico. La mediocridad, eso sí, bien vivida en exceso a través de fiestas, snobismo y lujos absurdos. La sensualidad real, esa que echamos tanto de menos, como la primera vez, se encuentra exagerada en la vida de Jep Gambardella. La música sigue sonando y la conga, la mejor de Roma porque no va a ninguna parte, sigue moviéndose de manera automática.

El tiempo ha pasado y Gambardella sabe qué es lo importante. Lo ha visto, más de una vez, sabe de la mentira del mundo. Como la luz de un faro, que por un instante alumbra sobre el punto en el que estamos y entonces podemos, apenas un momento, ver, para que al segundo siguiente el rayo de luz se vaya. A ráfagas, intermitente, la gran belleza.



Hari


 27 de enero de 2014


Una fotografía, una búsqueda en el google, una postal...Un yo estuve allí... ¿sí? Vuelvo a un tema del que escribí en noviembe del año precisamente pasado. Cuánto hay de realidad y cuánto de invención en un recuerdo. Según nuestra percepción presente, las cosas del pasado cambian. Muchas veces las adornamos según lo que estamos viviendo en nuestra circunstancia actual, manipulamos pues desde nuestra visión de quién -creemos que- somos ahora. Más aún, otras veces directamente hemos olvidado ese instante pasado y lo que hacemos es recrearlo en un deseo último, y yo diría esforzado, de confirmarnos en nuestro devenir en el tiempo, de buscarle un sentido ficticio así a nuestro guión de vida. Otras veces, en cambio, olvidamos. Simplemente, desaparece. Entonces solo nos queda la sensación, el gusto calmo y reparador de un sueño que no recordamos.




Hari, de nuevo, una y otra vez.


Es díficil olvidar cuando realmente eso significa dejar pasar. Recuerdo precisamente en este sentido el viaje de Kris Kelvin al planeta Solaris, según la película de Andréi Tarkovski. El cosmonauta Kelvin llega a una estación espacial en un planeta remoto, muy lejos de casa, para realizar una investigación sobre las posibilidades de existencia de vida en ese lugar. Pasa mucho tiempo solo, apenas ve a los dos compañeros que comparten con él investigación y alojamiento en la inmensa estación. En su aislamiento, en un cierto momento, empieza a recibir la "visita" de Hari, su antigua mujer, podemos decir, con todo lo que puede conllevar la siguiente frase, tal y como la recordaba desde la última vez que la vio. Kelvin puede de nuevo tocar, besar, abrazarla, cuidarla...también malentenderla, golpearla, incluso matarla. De hecho, acaba con ella, lo cual no evita que al poco tiempo vuelva a aparecer como si nada. Fantasma surgido de los sueños y de la obsesión de reparar de alguna manera su historia, Kelvin se encuentra ahí atrapado en un círculo del que no ve el modo de salir. Mientras, fuera de la estación, en el mundo extraterrestre en el que le toca vivir, Kelvin se está perdiendo el devenir de la nueva vida. Quizá...

¿Qué es esto de Hari? ¿Esa imagen que no se ve, pero que está en la cabeza, ese recuerdo que no hace sino debilitar a Kelvin? En Solaris, que a eso vamos, esto de la memoria se me plantea como una recreación, por qué no un implante -lo cual me recuerda al test emocional Voight-Kampff de Blade Runner, me extenderé en otra si surge sobre esto-, aunque ese implante lo hacemos desde el presente nosotros mismos, complicándolo o aliñándolo con nuestros bloqueos del momento actual. Cómo queremos recordar más que a algo a alguien, cómo lo hacemos para pretender olvidar y curiosamente no se olvida.

Oliver Sacks habla en sus libros en general con mucha ternura e interés sobre la condición humana, su complejidad y sus diferencias, y cómo éstas plantean en realidad oportunidades para conocernos mejor antes que problemas a reparar. En uno de ellos, y ya que estamos interplanetarios, Un antropólogo en Marte, al hilo del relato del caso clínico de Franco Magnani, el artista que recreaba siempre su pueblo natal Pontito en sus pinturas, reflexiona Sacks sobre estos temas del olvido y el recuerdo:

Se puede nacer con el talento de una memoria prodigiosa, pero no con una predisposición a recordar; se recuerda sólo tras los cambios y separaciones de la vida: separaciones de gentes, de lugares, de sucesos y situaciones, especialmente si han sido de gran importancia, si han sido profundamente amados u odiados. De este modo, lo que pretendemos es tender un puente, reconciliar o integrar las discontinuidades de la vida, mediante el recuerdo, y más allá de esto, mediante el mito y el arte. La discontinuidad y la nostalgia son particularmente profundas si, al crecer, abandonamos o perdemos el lugar donde nacimos o pasamos nuestra infancia, si nos convertimos en expatriados o exiliados, si el lugar o la vida en que fuimos criados ha cambiado hasta quedar irreconocible o destruido. Todos, en definitiva, somos exiliados del pasado.

Me gusta la imagen de exiliados del pasado. Es como la expulsión del paraíso. La sensación de que desde entonces se nos debe algo.



Un playa en Portugal donde estuve. Al menos, una foto de ella.


Los días pasan y, si uno va adquiriendo, con paciencia, sin forzar, la habilidad de tocar y soltar, poco a poco vas dejando pasar. Los recuerdos, los lugares y personas que en ellos aparecen, si no son tal y como los recordamos, creo que no supone que estemos desprestigiando o infravalorándolos. Casi sin darme cuenta  te encuentras extrañamente feliz. Feliz sin hacer nada especial, sin conseguir un contrato extra contigo mismo. Hay, lo veo así, un perdón en ese momento en el que el recuerdo te conquista con cariño, saltándose la idea de que hay un principio y un final perfecto para todo. Ahí el cierre con el recuerdo, con el pasado, creo que es sincero y pacífico.

Que tengáis el mejor de los 2014 posibles.