Abrir los ojos a cada momento


23 de abril de 2013

Marina Abramovic caminando por la Gran Muralla China al encuentro de Ulay, 1988

Esta historia, el final (¡o no!) de la misma al menos, la conocí a través de mi amigo Carlos P. Los protagonistas son una pareja de artistas, Marina Abramovic y Uwe F. Laysiepen, más conocido en el mundo del arte como Ulay. A otra escala, en otro ámbito, los protagonistas podríamos ser cada uno de nosotros cuando nos entregamos a vivir una historia de amor. Cuando dejamos que esa vivencia simplemente ocurra. Cuando permitimos que suceda la aventura.

Marina y Ulay, ella serbia y él alemán, se conocieron en 1976 en Amsterdam. Desde ese año, y durante prácticamente una década, la pareja decidió explorar y narrar su relación sentimental a través de la expresión artística, plasmando diferentes situaciones y emociones que se generan en la vida en pareja en varios trabajos de performance o arte en vivo, una modalidad artística cercana a la representación teatral que en los años 70 vivía uno de sus momentos de mayor aceptación; en definitiva, Marina y Ulay decidieron formar equipo y trabajar juntos. 

El principal problema en esta relación era qué hacer con el ego de dos artistas. Tenía que descubrir cómo sacrificar mi ego, como él hizo, para crear algo así como un estado hermafrodita del ser que vinimos a llamar la "propia muerte" o "muerte individual".
- MARINA ABRAMOVIC -


En sus colaboraciones, el propio cuerpo del artista, de la pareja de artistas en este caso, es el soporte de la obra de arte, su historia de amor el tema de la misma. En ocasiones la experiencia podía llegar a ser bastante extrema: por ejemplo, en Breathing in, breathing out (Con aliento, sin aliento, 1977) los artistas desarrollaron una acción en la que juntaron sus bocas y compartieron la respiración. Transcurridos unos diecisiete minutos, los dos artistas cayeron al suelo inconscientes, con los pulmones llenos de dióxido de carbono. La obra exploraba así la idea de la capacidad que tienen algunas personas de absorber la vida de los otros. A veces a modo simplemente de intercambio. Otras veces destruyendo la propia vida. En esta combinación de exhibicionismo y construcción social del yo que caracteriza a la expresión artística de la performance, Marina y Ulay estaban quizá más luchando contra sus egos que comprendiéndolos; de algún modo, su trabajo terminó efectivamente por afectar su relación.

Necesitábamos alguna forma de final. En 1988, después de varios años de tensa relación, Marina y Ulay deciden realizar un viaje espiritual que debería poner fin a su relación. Marina Abramovic lo había concebido en un sueño: consistía en caminar por la Gran Muralla China. Cada uno de ellos comenzaría su viaje por el lado opuesto al que comenzaba el otro, con la intención de encontrarse en el medio. Describió así su vivencia:  aquella caminata se convirtió para mí en un completo drama personal. Ulay empezó en el desierto de Gobi, yo en el Mar Amarillo. Después de que cada uno de nosotros caminara 2500 kms, nos encontramos en el medio y nos dijimos adiós.

Para Marina el viaje le ofrecía lo que ella pensaba era un final apropiado y romántico a una relación llena de misticismo, energía y atracción. Durante la caminata, afirmó la artista, fue reinterpretando su conexión con el mundo físico y la naturaleza. Sentía que los metales del suelo influían en su humor y estado de ser; reflexionó también sobre los mitos chinos que describen a la Gran Muralla como un dragón de energía.

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En la retrospectiva dedicada a la artista en el MoMA en el 2010, Marina llevó a cabo la actuación The Artist Is Present como parte del show, consistente en compartir un minuto de silencio con cada extraño que se sentara delante de ella. Aunque se habían visto y hablado la mañana de la inauguración, parece que Marina experimentó una fuerte reacción emocional cuando llegó Ulay, buscándolo incluso a través de la mesa situada entre ambos.

El momento:




Viendo esto, en algunos momentos se me olvidan los focos, lo mediático de los protagonistas, lo sensacionalista que puede llegar a ser la situación. Hay historias que no se acaban nunca; como eso que se dice de la materia, sólo se transforman. Aquí sólo veo a dos personas más allá de sus personajes, Ulay y Marina, que nos invitan a dejarnos soprender. A abrir los ojos a cada momento, porque todos los momentos son nuevos. Aceptar ver a la gente, a las cosas, a ti, no como tú quieres que sean. Ese no saber qué va a pasar es incluso feliz: cuando logramos mirar sin que nos invada el pasado ni el futuro nos amenace con expectativas o deseos ideales, cuando miramos a la otra persona con quien supuestamente compartimos historia como si fuera la primera vez, las etiquetas que le ponemos a esa otra persona desaparecen y las relaciones se vuelven, realmente, espontáneas. Una relación viva como la de Marina y Ulay, compuesta de encuentros, despedias y sorpresas, ha pasado, pasa y pasará todos los días en el mundo. Lo mejor es que, siempre que nos atrevamos a dejarnos llevar y a vivirlo, nos puede pasar a cualquiera.
 



Raíces en los tejados


16 de abril de 2013

Durante los paseos por Sevilla que he hecho este inicio de primavera con los estudiantes, muchos de ellos me llamaban la atención sobre un fenómeno que realmente modificaba la imagen de la ciudad, a saber, la gran cantidad de vegetación que había crecido en los tejados de muchos de sus edificios. Las constantes lluvias del cambio de estación han dejado a la mayoría de las iglesias y casas de todo tipo del centro histórico cubiertas con una sorprendente peineta vegetal que, tenía que contestar a los estudiantes, entraba en la categoría de fuera de lo normal. 

Aunque ya había observado este suceso en años anteriores, nunca lo había visto con tanta intensidad, con unos colores tan vivos, con una fuerza tan silvestre. Me viene a la memoria un personaje de uno de mis libros favoritos de Italo Calvino, Marcovaldo. Residente con su familia en una gran ciudad que no le acaba de gustar, Marcovaldo secreta e inconscientemente tal vez echa de menos la vida en el campo. De alguna manera este personaje tiene la convicción de que la ciudad no es en realidad un mundo tan separado de la naturaleza. Esta creencia se materializa en su intento por reproducir hábitos propios de la vida rural en pleno medio urbano. A veces con éxito, otras en forma de completo fracaso. Siempre ingenuo, despertando ternura. 

Por ejemplo - para quien no lo haya leído, esto es sólo el primer capítulo, no os preocupéis... por cierto que es un libro muy bonito y lo recomiendo -, Marcovaldo se sorprende de encontrar setas enmedio de la ciudad, en una parada del tranvía, creo recordar. Contento por su hallazgo, las coge y se las lleva a casa, las cocina... y le entra una indigestión. Él de todos modos sigue durante todo el libro intentando seguir el ritmo natural de las estaciones. Nos plantea Marcovaldo en sus aventuras urbanas la posibilidad de vivir de acuerdo con la naturaleza en una sociedad industrial y urbana. Al menos, la esperanza de esa posibilidad.

De nuevo, Sevilla. Llegan los primeros días de calor, sin lluvias ni nubes. Miras hacia arriba mientras caminas por la ciudad y al azul del cielo le acompaña una línea casi constante de verde, terminada las más de las veces por notas en amarillo, otras en lila o blanco, la decoración es en cualquier caso espectacular. La subida de temperaturas amenaza con prolongarse y secar las plantas. A Sergio R. se le ocurrió entonces la siguiente propuesta para registrar esta, digamos, explosión primaveral, esta intrusión de la naturaleza en donde muchas veces no le llaman, la ciudad:




Con la intención de mirar entonces con otros ojos, además de celebrar una Stammtisch dominguera y al aire libre, nos lanzamos un grupito a hacer fotos de esos lugares donde espontáneamente crecen las flores. Otras personas que no pasearon con el grupo nos las pudieron enviar por correo, entre todas se va creando un nuevo paisaje, una ciudad diferente a la habitual, construida a través de las miradas de cada una de las personas que participamos. A todos y todas, gracias por enviar las fotografías.

Dejo aquí una muestra de lo que dejó ese fin de semana. Comentarios y sugerencias son bienvenidos.




 
  


  
 

 
 
 






 
 

 
 



 

 Hasta la próxima. 

Arte para nadie


9 de abril de 2013


En su película sobre el Decamerón de Boccaccio, Pier Paolo Pasolini interpreta a un seguidor de Giotto que llega a la ciudad con el encargo de pintar un fresco para su iglesia. La población está expectante: no todo el mundo goza del privilegio de tener a un discípulo del gran maestro del momento, el mismísimo Giotto, en casa; menos de contar con la posibilidad de que éste deje una obra para la posteridad en la iglesia local. Así, todos lo apremian para que termine, lo cual surte el efecto contrario de alimentar la pereza del pintor y de sus ayudantes. Los trabajos en definitiva se demoran y la obra, de hecho, quedará inconclusa. El motivo por el cual no terminan el fresco es una revelación, un sueño del maestro pintor, en el que éste ve el fresco terminado en la fantástica perfección que solo los sueños nos pueden mostrar.

Entonces Pasolini, en la película, a través de este personaje suyo, lanza una reflexión que a mí siempre me ha llamado la atención, una pregunta no sé si retórica que de alguna manera me ha marcado en lo que a mostrar o no nuestras creaciones se refiere. Más o menos, es la siguiente:

«¿Por qué realizar una obra de arte si es bellísimo el simple hecho de haberla soñado?»





Se me ocurren al respecto dos historias que he conocido recientemente, dos historias sobre dos creadores geniales y diferentes. Una mujer y un hombre, una fotógrafa y un músico. Son dos historias reales, muy inspiradoras - hasta el punto de haber generado cada una de ellas su respectiva película documental - y que creo que de alguna manera comentan, completan quizá, la cuestión planteada arriba por Pasolini.

La primera es, como ya he adelantado, sobre una fotógrafa. Bueno, nunca alcanzó ese status profesional. Ni siquiera sabemos si ella misma se hubiera definido como fotógrafa, ya que, como afirma su "descubridor" John Maloof, a partir de los testimonios de los que la conocieron, «ella estaba constantemente tomando fotos que no enseñó a nadie». 




Se llamaba Vivian Maier. Nació en 1926 en Nueva York, hija de madre francesa y padre auatríaco o austro-húngaro, inmigrantes en USA de todos modos. De hecho, Vivian pasó gran parte de su infancia y juventud en Francia. Una vez que regresó a Estados Unidos a comienzos de los años 50, Vivian se dedicó a la profesión de niñera hasta el final de su vida. Cuando tenía tiempo libre se dedicó a hacer fotos. Fue verdaderamente una pasión, una segunda vida para ella: dejó un legado de más de 100.000 negativos tomados durante cinco décadas de "carrera", un registro de la evolución de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX a través de sus gentes y el entorno urbano. Fotografía de calle, con mirada auténtica, de gran calidad en su factura, fotos en cuyos ángulos, en los reflejos de los escaparates, de las ventanas de los trenes, de los espejos, aparece de vez en cuando autorretratada la esquiva Vivian Maier. Como pretendiendo mostrarse y ocultarse al mismo tiempo, como queriendo recordarnos en algunos momentos, sin mirarnos directamente a los ojos, desde el silencio, que las fotos las ha hecho alguien.

En 2007 John Maloof preparaba un libro sobre un barrio de Chicago y necesitaba material fotográfico para ello. Cuando compró un lote de negativos en una casa de subastas de la ciudad y descubrió los de Maier, simplemente no podía dar crédito. Había que apuntar un nuevo nombre a lista de los (y las) grandes de la fotografía amerciana. Maloof, asombrado por su hallazgo casual, intentó encontrar a la persona que había detrás de la obra, averiguar más de Vivian, pero no logró encontrarla.


Vivian Maier murió poco después, en abril de 2009, con dificultades económicas, en el anonimato... y dejando uno de los trabajos fotográficos más impresionantes del pasado siglo. En la página web dedicada a ella, se la describe como un personaje excéntrico y singular en vida - no obstante la apodaban Mary Poppins. Autodidacta, aprendió inglés simplemente escuchándolo en las obras de teatro que se representaban en las ciudades donde vivió, Nueva York y Chicago. No se casó, no tuvo hijos, tampoco tuvo - y cito de su web - ningún amigo íntimo que pudiera afirmar que la "conocía" a nivel personal.



Afortunadamente, personas que ella había cuidado como niñera cuando eran niños le pudieron pagar ya como adulto un apartamento y sus gastos hasta el día de su muerte. Y afortunadamante para el resto de los terráqueos, en definitiva, se descubrió su trabajo. Maloof preparó un documental sobre su vida y obra, Finding Vivian Maier, que le ha proporcionado a Vivian el reconocimiento internacional, ese sitio en la historia que ella misma parece que no se quiso dar.




La otra historia es posiblemente para algunos sobradamente conocida a raíz de los Oscars de Hollywood de este año: hablo de Sugar Man, Sixto Rodríguez. Otro hijo de inmigrantes, esta vez mexicanos, en Estados Unidos, Sixto se crió en la industrial Detroit, trabajando en la construcción y conociendo el lado más desencantado de la opulenta sociedad americana. De este contexto surgió de todos modos un verdadero músico: aunando el folk al más puro estilo anglosajón con la psicodelia, estilos entonces en voga, Sixto supo poner voz - y vaya voz, con la melancolía de un Nick Drake y el toque country y apasionado de un Neil Diamond - y letra a ese mundo que vivía en los márgenes del oficial sueño americano. Un tipo que lo tenía todo para ser uno de los grandes.




Muchos afirman que podría haber sido un nuevo Bob Dylan. El caso en que a comienzos de los 70, cuando sacó sus únicos dos discos, en Estados Unidos nadie pareció verlo así. Cold Fact (1970) y Coming From Reality (1971) no es que fueran un fracaso de crítica y público, es que pasaron totalmente desapercibidos; de hecho hay quien dice que sólo se vendieron 6 copias de ambos álbumes. Sixto asumió lo ocurrido, abandonó su carrera profesional como músico y volvió tranquilamente a su trabajo en la construcción. Lo intentó y no le salió...

Quizá no era ni el momento ni, sobre todo, el lugar: mientras Sixto vivía y trabajaba en USA sin conocimiento de lo que pudiera producir su obra, una copia del Cold Fact llegó no se sabe cómo a la Sudáfrica del apartheid. En un momento de luchas sociales, de reivindicación de los derechos humanos, el álbum de Rodríguez, como era artísticamente conocido, se convirtió en un verdadero estandarte de los movimientos revolucionarios de este país. Cold Fact, que en Sudáfrica llegó a vender más de un millón de copias (¿quién se quedó con el dinero de las ventas? Sixto no, desde luego), era considerado en este país al mismo nivel que el Abbey Road de los Beatles. La percepción que la gente en Sudáfrica tenía de Sixto era por tanto lo más opuesto posible a la del lejano Estados Unidos: hablaban de él al mismo nivel que Jimi Hendrix, que los Rolling Stones, que Simon & Garfunkel, todos artistas que no podían/querían venir a actuar en directo a un país donde no se respetaban los derechos civiles. Con esa fascinación que aporta pues lo distante, Sixto Rodríguez, ese artista que daba voz a la injusticia y al que nadie había visto nunca, se convirtió en un mito. Hasta el punto de pensarse en Sudáfrica que el ídolo incluso ya había fallecido.

Pero Sixto Rodríguez estaba vivo... vivo y ajeno a ese éxito inesperado. En el 2006, otro hijo de inmigrante, de padre argelino en Suecia en este caso, el director Malik Bendjelloul, supo de la historia de Rodríguez y Sudáfrica y decidió emprender su búsqueda. A diferencia de Maloof y Vivian Maier, Bendjelloul sí que encontró a la persona tras la obra, y tras el mito, y lo hizo a tiempo. El encuentro fue toda una experiencia para el cineasta sueco:

«Cuando lo conocí estaba [Sixto] muy nervioso. Lo que encontré fue un tipo muy agradable. Vestido todo de negro, con gafas oscuras. Como una estrella de rock muy surrealista. Mucha gente trata de ser un rockstar. ¡Y Rodríguez lo es! Lo ha sido toda su vida».

El testimonio de este encuentro es el documental Searching For Sugar Man. Gracias a él podemos conocer la vida real, e ideal por cuanto mitificada, de esa persona introvertida y misteriosa que es Sixto Rodríguez. Él goza ahora del reconocimiento. Nosotros también de su música.




¿Arte para nadie? En muchas ocasiones nuestras creaciones pasan desapercibidas, incluso para nuestro círculo más cercano. Vivian Maier optó por no mostrarla, no sabemos si porque simplemente la quería disfrutar para sí, como actividad de tiempo libre, sin querer pasar de ahi. Sixto Rodríguez sí quiso, lo intentó, aunque hay quien afirma que la timidez con que actuaba en público no le favoreció - quizá esa timidez, esa posible poca valoración de sí mismo, le restó energía y le bloqueó su impulso necesario para mostrar esa obra que parecía salirle de forma tan natural, tan auténtica. Estas personas no pienso que crearan para satisfacer al mercado, no buscaban como primera opción satisfacer las demandas concretas del público potencial. No creo que vieran solo como clientes al resto de las personas. Únicamente es que no quisieron o no pudieron mostrar su trabajo. A veces esto lo hacemos porque pensamos que no es suficientemene bueno o válido; otras, por contra, pensamos que si lo mostramos creemos que se va a pervertir, se va ensuciar, y en ese caso es mejor como Pasolini mantenerlo en el terreno privado del sueño. Lo cierto es que una vez que conocemos la obra de Vivian Maier, de Sixto Rodríguez, de Pasolini también, el mundo cuenta con un poquito más de imágenes hermosas, de música y de poesía, de belleza al fin y al cabo.

En ese momento de abrir, todos y todas ganamos.