Invención de estereotipos



11 de abril de 2014


Hacia 1960, el historiador del arte Ernst Gombrich publicó el que posiblemente sea uno de sus libros más influyentes, Arte e ilusión. Un poco como anuncia el título, Gombrich, muy en resumen, se plantea aquí la cuestión de si la llamada creación artística imita la realidad o si por el contrario depende de tradiciones anteriores, de conocimientos y esquemas mentales que llevan consigo los artistas a la hora de materializar sus ideas en una obra de arte; en definitiva, de si podemos crear algo realmente nuevo. Sin dar nunca una respuesta definitiva, pone en tela de juicio eso que se conoce como criterio de veracidad de la imagen, es decir, si lo que se representa es o no real. Hasta dónde llega la representación y hasta dónde la realidad.


Gombrich leyendo con sus nietos
Gombrich despliega para desarrollar esta pregunta una serie de capítulos en torno al tema, capítulos que pueden leerse tranquilamente incluso por separado: a mí de hecho es uno de esos libros que me gusta retomar una tarde de verano y abrirlo por un capítulo a ver qué pasa. Es un libro que te acompaña y no se te impone, en el sentido de que desaparece con su lectura la asociación común entre texto académico y pesadez. Es un libro feliz, escrito por un viejo sabio que te acompaña, sin imponerte una opinión, en un viaje por la historia, la sociología, el arte. Como suele ser habitual en Gombrich, en el texto subyace en todo momento la invitación de dejar atrás nuestras ideas preconcebidas y, como los nenes, volver a mirar.


En uno de los capítulos del libro llamado "La verdad y el estereotipo", en fin, Gombrich habla de un texto popular en Europa a finales del siglo XV, conocido como La Crónica del Mundo o Crónica de Núremberg, por ser esta la ciuad alemana donde se editó por primera vez en 1493, poco después por tanto de que Colón llegara a América y empezara precisamente a cambiar para la civilización europea su percepción de cómo era el planeta. La Crónica del Mundo era una historia universal ilustrada que reunía varias vistas de ciudades importantes de la época, a modo casi de colección de postales, solo que realizadas en grabados. El historiador, parándose a mirar detenidamente esos grabados, manifestaba entonces su sorpresa -y la persona que lo está leyendo con él, ahí una de las claves del libro- al constatar cómo dos ciudades tan distantes entre sí como Damasco y Mantua pudieran ser exactamente iguales: así, podemos ver en ambos grabados una típica ciudad medieval europea, con su perímetro de muralla, sus casas de tejados a dos aguas y sus campanarios de iglesias románicas y góticas, tan características de Europa central, no tanto de la italiana Mantua... mucho menos de Damasco.


Grabados en madera de la Crónica del Mundo, con Damasco y Mantua,1493. Encuentra las diferencias.

Resulta evidente que el ilustrador de la Crónica no visitó esos lugares y, si acaso estuvo en alguno de ellos, optó por representarlos con esquemas y elementos visuales que le eran conocidos. Siguiendo lo que dice Gombrich, no debemos pensar que esto decepcionara a los posibles lectores de la Crónica de Nurémberg, antes bien, la persona que acudiera a esta crónica podía comprobar que los nombres de Mantua o Damasco correspondían efectivamente a ciudades. Para que el lector reconociera que eran ciudades, además, estas debían ser representadas en un lenguaje visual que le fuera familiar, de tal modo que si un señor de Núremberg u otra típica ciudad centroeuropea tomaba el libro y veía las ilustraciones, dichas ilustraciones, cuanto más se parecieran a localidades como Núremberg, aunque fuera de manera estereotipada, mucho mejor, más fácil podía adaptar a su esquema de pensamiento que Mantua y Damasco eran ciudades, y además, ciudades reales. La representación de palacios, ruinas clásicas o mezquitas cupuladas podrían de hecho hacer pensar al contrario que se trataba de ciudades de ensueño, del pasado o fantásticas. Se amolda por tanto lo nuevo, lo desconocido, a patrones establecidos, a imágenes familiares, más fáciles de asimilar según los esquemas mentales de la cultura que los crea, en este caso la centroeuropea.

Por cierto, se da un hecho muy curioso y también aparentemente contradictorio en adoptar imágenes preconcebidas y hacerlas pasar como reales en las descripciones que se hacen no ya de ciudades, sino de algunos habitantes de los lugares exóticos que por entonces, a finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna, estaban explorando los europeos por motivos de su creciente expansión colonial. Así, un marinero mercante inglés llamado John Locke -nada que ver en un principio con el filósofo empirista- escribió un relato de su viaje a las costas de África occidental en 1561. Lo tituló de manera significativa como La verdadera cara de África. Sin embargo, en esta pretendida descripción veraz de lo que vio allí con sus propios ojos, nos habla de que en esas regiones del planeta habitan unos seres monstuosos "sin cabeza, que tienen la boca y los ojos en el pecho". Sin llamarlo por su nombre, Locke está usando un personaje habitual de las narraciones de la Antigüeda clásica, ya descrito por autores como el romano Plinio el Viejo en su enciclopédica Historia natural, conocido como la blemia. Como el cíclope, el ser de un solo ojo, u otros monstruos clásicos, son clichés, estereotipos de lo que para los clásicos era lo salvaje, que sobrevivieron durante la Edad Media en mapas y márgenes de manuscritos habitando lugares "paganos" adonde no había llegado el mensaje divino, y que aparecen de nuevo con fuerza en este relato de la Edad ya Moderna, en pleno siglo XVI.


Una blemia y otras "razas exóticas" en el Libro de las maravillas del mundo de Sir John Mandeville, hacia 1410


Aunque fantásticos, los personajes aquí usados por Locke pertenecían a un lenguaje conocido por los posibles lectores de su crónica, lo cual paradójicamente los hacía más creíbles que si hubiera hablado de la belleza de las oscuras pieles de los habitantes reales de lo que hoy es Nigeria. Con esta descripción del marinero inglés, no se rompía el esquema mental preconcebido, se reafirmaba la percepción habitual de la humanidad que entonces se tenía y además se confirmaba la superioridad de los europeos: la afirmación de Locke de que en esa región africana había visto a las antiguas blemias equivalía a decir que allí habitan seres no humanos. Bárbaros, es decir, no civilizados y por ello inferiores, en el sentido que ya lo usaron griegos y romanos como Plinio para diferenciarse de otros pueblos de la Antigüedad y justificar así su supremacía y sus conquistas. La estrategia colonial subyacente es clara: al considerar de manera negativa a las gentes de esos lugares, poniéndolos al nivel de monstruos, se los separa del género humano, no se los ve como tales. Así, son aptos para ser "civilizados", para implantarles a la fuerza una cultura ajena, incluso para esclavizarles.


Chimamanda Adichie
La historia de Locke y su verdadera cara de África la cuenta una escritora ocupada desde la narración literaria por este tema de los estereotipos culturales, Chimamanda Ngozi Adichie. Nigeriana afincada en Estados Unidos, me la dio a conocer mi amiga María C. a través de una conferencia que podéis ver aquí, por cierto hay disponibles subtítulos en español. Chimamanda comienza su charla contando cómo de pequeña empezó a escribir historias que imitaban los libros que por entonces leía y que eran no por casualidad los más accesibles, libros de autores americanos o ingleses: historias en las que los protagonistas eran rubios con ojos azules, a veces nevaba y hablaban del tiempo diciendo el buen día de sol que hacía.


En Estados Unidos comentaron esos incios suyos diciéndole que eran "poco africanos". Claro y ¿qué es ser africano? Habla Chimamanda de cuando una estudiante estadounidense le dijo que sabía por una novela que los hombres en Nigeria son abusadores sexuales, a lo que la autora le respondió con sarcasmo que sí, que del mismo modo ella había leído American Psycho y desde entonces había comprendido que todos los jóvenes en USA son asesinos en serie. En cualquier caso no consiste en tener solo una historia, la oficial y admitida, que no es sino, al fin y al cabo, el estereotipo que configura nuestra zona de confort y que muchas veces por miedo a lo desconocido mantenemos en forma de creencia de lo que es la realidad. Se trata, frente a esa historia única, en conocer la complejidad de las múltiples historias.

Es así como creamos la historia única, mostramos a un pueblo como una cosa, una sola cosa, una y otra vez, hasta que se convierte en eso.

Ver la complejidad y admitir que la realidad no obedece solo a un punto de vista, menos si ese punto de vista es dominante. Creo que vale para un pueblo o cultura en un principio desconocida, también para nuestro encuentro cotidiano con las personas, ya que los prejuicios y clichés los formamos a diario. Como dice en fin Chimamanda Adichie, los estereotipos no son peligrosos porque sean definitivos, sino porque son incompletos. Y aún así, añado, en ocasiones los tomamos como reales.