El descubrimiento de la lentitud


16 de junio de 2014


«John Franklin tenía diez años y seguía siendo tan lento que no era capaz de coger ni una pelota. Siempre le tocaba sujetar para los demás la cuerda, que desde la rama más baja del árbol se prolongaba hasta su mano levantada. La sujetaba tan bien como el propio árbol, sin bajar el brazo lo más mínimo hasta que terminaba el juego. No había en Spilsby ni en todo Lincolnshire otro chico más capacitado a la hora de sujetar la cuerda. Desde la ventana del ayuntamiento, el escribiente observaba con gesto de aprobación.
Quizá no hubiera en toda Inglaterra nadie que pudiera permanecer de pie una hora entera o más sujetando una cuerda.»

Con estas palabras comienza el libro que da título a esta entrada, El Descubrimiento de la Lentitud, del alemán Sten NadolnySu protagonista, John Franklin, es un personaje real que ha pasado a la historia por ser el gran explorador del Ártico. Este marinero británico que vivió entre el siglo XVIII y XIX, que recorrió el globo desde Australia hasta el Polo Norte, que estuvo en escenarios claves como Trafalgar y conoció a personajes no menos importantes como el capitán James Cooke, poseía no obstante, según la novela de Nadolny, la particularidad, para la percepción del tiempo de las personas digamos normales, la particularidad decía de ser un hombre demasiado lento. John Franklin necesita tiempo para entender lo que le está diciendo la gente, responder adecuadamente a la diversidad de estímulos del ente social, al tiempo que puede quedarse contemplando una hoja de un árbol hasta que ésta caiga, sin importarle el tiempo que se necesita para observar este fenómeno. Necesita tiempo para captar el instante, para ver lo que realmente está pasando.


La cosa estriba en que los hábiles intentan constantemente cambiar lo poco que conocen del mundo. Un día descubrirán el mundo, en vez de mejorarlo, y ya no olvidarán lo que descubran. Efectivamente, John no es lo que socialmente se entiende como alguien hábil, o perspicaz, incluso ni siquiera parece inteligente. En sus viajes, aprendiendo a conocerse, John va a su vez reconociendo cómo su lentitud  -que equivalía a una instrucción espiritual- contiene en sí la rara virtud de la paciencia, una paciencia que gradualmente le irá acercando a la paz de espíritu. Sus conversaciones con el pintor expedicionario William Westall, una especie de discípulo no reconocido de Turner y precursor de los impresionistas que no desea representar en sus cuadros lo que se entiende por realidad, le van a hacer definitivamente dudar de los fenómenos aparentes y le van a confirmar que lo que él verdaderamente busca es lo permanente, lo esencial del mundo cambiante de los sentidos y las charlas del ego humano.



La lentitud, la paciencia, el pararse... puesto en negativo, el no acelerarse, no precipitarse, no exagerar en la interacción, no adelantar acontecimientos pensando que ya todo lo sabemos... el conocimiento de un nuevo lenguaje, el sensorial, más lento que el de la máquina hablada, que compartirá John con una mujer... son todo ello procesos vitales para poder con realismo disfrutar con cada una de las experiencias que vivimos. En sus viajes por Tasmania, John se reencuentra con un compañero de juventud, Sherard Lound, que a los ojos de los médicos ha perdido la razón, no reconoce ni habla a nadie y se hace llamar John Franklin. Curiosamente, muestra más vitalidad que muchas de las personas cuerdas. A estas observaciones, John responde que su viejo amigo quizá haya encontrado el presente.

John vive el cambio que supone para la cultura europea la llegada del positivista -que no positivo- siglo XIX, una época en la que relojes y personas se habían vuelto más exactos: John lo habría dado por bueno si ello hubiera significado también calma y mesura. Pero notaba en todas partes que faltaba tiempo y se iba con prisas; un periodo, dice él, en el que se había puesto de moda la frase ¡no tengo tiempo! Esta situación de excesiva rapidez moverán a John a embarcarse en la búsqueda de para él la última frontera, el Polo Norte: mar abierto y un tiempo sin horas ni días.

Comparto de manera vivencial la idea que Nadolny pone en boca de John Franklin de que los descubrimientos -todos, no solo los geográficos, sino sobre todo los personales- tienen en común el hecho de observar las cosas muy despacio: esto es el descubrimiento pacífico y paulatino del mundo y de los hombres. A mí, que tradicionalmente me considero una persona más bien rapidita, como en general lo es nuestra cultura -no soy tan especial-, el recuerdo constante de la experiencia de la lentitud me libera.

La persona que me recomendó y regaló este libro vive ahora en otras latitudes, otros mares, una región que se corresponde con lo que antiguamente se conocía en los mapas como los mares del Sur. A ella le dedico especialmente esta entrada: le doy unas gracias que llevan el gusto de la eternidad. Y a todos y todas, la invitación a descubrir, con John si queréis, la lentitud.

De vez en cuando, hace falta navegar.