Una y otra vez


19  de octubre de 2014


Los Visitantes, conectados

Entro en la sala, oscura, un poco cansado de haber visto -y recorrido- la fascinante obra de Richard Serra. Lo que quería visitar a toda costa del Guggenheim de Bilbao, el viaje que te proponen las esculturas de metal de Serra, ya ha pasado y no tengo expectativas y quizá por ello me sorprende lo que empiezo a no solo a ver, sino también a oír: una pegadiza melodía, cadenciosa, lánguida, me hace dejar el embotamiento y cerrazón con las que venía. El sonido está amortiguado, susurrado más bien, y noto que viene de distintos puntos de la sala. Hay unas pantallas por las que tengo que pasar una a una para intentar comprender lo que estoy oyendo. En las imágenes que se proyectan, una casa noble y vieja, que conoció tiempos mejores, con un porche lleno de gente de aspecto nórdico, me da la bienvenida. Aires de fin de fiesta. A la izquierda creo recordar hay un hombre tocando la batería, veo después un joven que toca una guitarra eléctrica mientras una mujer duerme de espaldas a él, otro que toca un piano, en diferentes habitaciones de gusto decimonónico que, entiendo, son de la propia casa del porche... la melodía sube de volumen y noto que se hace más intensa en alguna de las pantallas: todos están tocando la misma canción. Aquí podéis ver en cualquier caso un fragmento.

La situación me recuerda un poco a la escena de la película Magnolia de Paul Thomas Anderson en la que los diferentes protagonistas entonan una misma canción, el Wise up de Aimee Mann, un ratito de luz y compasión con uno mismo que experimentan mientras todos están pasando por sus horas más bajas. La diferencia es que en la videoinstalación esa unión momentánea entre los personajes es más real, ya que pueden oírse unos a otros: observo que todos tienen auriculares, están de algún modo más conectados. Todo está así transcurriendo de manera simultánea, están tocando en soledad y juntos a la vez. El tema es repetitivo y muy sencillo, de pocos acordes, lo cual permite que la canción sea adornada con arreglos y variaciones por parte de cada uno de los instrumentos, enriqueciéndose a cada momento. Al poco, ya estoy tarareando la canción: una y otra vez caigo en mis maneras femeninas. Recorro la sala y compruebo que si me acerco a algunas de las pantallas puedo escuchar en detalle la voz y/o instrumento de la persona que allí se proyecta, es como recorrer la casa y acercarte a la habitación donde interpreta la canción esa persona. La canción es larga, me dicen después que 64 minutos que fueron grabados de un tirón. Es bonito ver cómo en todo ese tiempo a momentos cada persona entra o sale del tema, se relaja o se emociona. Me viene en ese momento que esta obra de video arte, al igual que la escultura de Serra, necesita del movimiento del cuerpo del visitante para acceder a ella, un movimiento que en ambas obras se hace de manera  espontánea, en la escultura guiado por las propias curvas del metal, en esta por la misma música. Es bonito así, y también, sentir que estás dentro.

Es triste y sedante, como los mejores temas de Bon Iver. Bon Iver, quien por cierto reparte letras de sus canciones en los directos para que todo el mundo las pueda cantar con él. Se dice que así el dolor es más soportable. La tristeza compartida.

No está Bon Iver pero sí que participan de todos modos aquí personas famosas del mundo de la música, islandesa en este caso. Algunos Sigur Rós o las gemelas de Múm acompañan en fin al artista que ha ideado la obra, Ragnar Kjartansson, que es por cierto el que está tocando la guitarra en la bañera. Escucho en la audioguía lo que motivó al artista islandés para realizar esta obra. La relación con la que entonces era su mujer estaba pasando por un proceso de alejamiento que finalmente terminaría con la ruptura. Para hacer más llevaderos estos momentos el artista decidió componer una canción. Lo hizo a partir precisamente de unos versos de su exmujer. Invita amigos músicos para grabar el tema, los Visitantes que vienen a la decadente mansión donde tiene lugar la grabación de como ya he dicho 64 minutos en una sola vez. Fue en el 2012, por cierto en otoño, como ahora.

Leo en declaraciones a la prensa que Ragnar pretendía retratar la melancolía con esta canción. Uno de los efectos de la melancolía es la dejadez, la inacción cercana a la depresión. El hecho de que Ragnar pase los 64 minutos en la bañera no me parece casual al respecto.



San Juan de Gaztelugatxe

La entrada al Guggenheim y el inesperado encuentro con Ragnar Kjartansson y sus visitantes fue solo una parada más en el viaje que he hecho con mi amigo David C. por la costa del País Vasco. Es parte de un proyecto del que todavía no quiero dar detalles, solo adelantar que tiene que ver con todo esto de lo que hasta ahora he escrito: la música, por supuesto, las olas del mar y el hecho de enfrentar la soledad.

La soledad existe, evidentemente, y da miedo. Mal entendida, aunque con frecuencia es como se entiende, la soledad parece sinónimo de desamparo, de pérdida de conexión con el mundo. Eso es más bien, creo, la tristeza melancólica, inoperante, de la que habla Ragnar en su obra. Cuando se experimenta esa sensación de soledad aparenta ser eterna, como que nada va cambiar. En realidad, salvo extremas excepciones, es al contrario, no estamos solos. En primer lugar, puedes tener personas justo delante de ti que están sintiendo exactamente lo mismo que tú, pero tu soledad, que es más importante, te hace no acercarte a ellas. En segundo lugar, tienes a todo el universo que es uno mismo. Un sí mismo que se hace por lo demás con las otras personas

La soledad en negativo, así vista, se me presenta como una ilusión puramente mental, una estrategia más del ego que, para sentirse diferente y especial, afirma que es algo separado de las personas y el mundo todo, en una ecuación que parece tomar la forma de soledad= tristeza: "yo soy tristeza", parece decirnos el ego, "y nada va a cambiar", añade, con tono rígido y absoluto. Esa locura egoica, citando libremente a Aimee Mann en Wise up, "no se va a parar hasta que madures". Traducido de otro modo... hasta que te rindas.

Es una emoción más, a veces más intensa, otras más sutil. Y como toda emoción, la tristeza no es eterna a no ser que queramos que lo sea. En cualquier caso las emociones no se pueden negar y conviene, eso sí, dejarlas manifestarse, no rechazarlas de primera, abrazarlas si es posible, porque sí tiene un punto de realidad: vendrán, por supuesto, una y otra vez, para recordarnos dónde estamos, a qué nos estamos enfrentando o qué estamos evitando en nuestras vidas. Por cierto que la tristeza no es exclusiva, convive con muchas otras emociones e historias. Lo loco, neurótico, egoico o llámese como quiera, es perpetuarlas al creer que son parte fija de nuestra personalidad, cuando solo son tendencias.

De hecho, Ragnar posiblemente salió de la bañera tras los 64 minutos de grabación.