El Jardín Nómada


30 de diciembre de 2014


Mis jardineros nómadas favoritos


Desde que llegué a Sevilla, los Reales Alcázares, sus palacios y sus jardines, han sido siempre para mí lugares de los más especiales de la ciudad. Recuerdo cuando descubrí, siendo estudiante, que podía entrar en el lugar y retirarme un poco en algunos rincones del jardín a leer, escribir, a veces dibujar, para vivir la ciudad a otro ritmo, a un tiempo más pausado y recogido. 

Este año, Sergio R., Salas M. y Fran P. me propusieron conocer más los jardines de este entorno a través del proyecto Nomad Garden; me mostraron una espectacular cartografía botánica de los jardines del Alcázar a diferentes niveles -mapas de aromas, de floración, de alturas de las plantas, etc.- que celebraban la complejidad del jardín como espacio cultural y que eran el puente para generar un catálogo botánico, por qué no una aplicación digital. Me pidieron que les ayudara a elaborar las noticias históricas de las diferentes especies que allí se encuentran. Las plantas se convertían así en una oportunidad para viajar por el tiempo y el espacio, me explico, para hablar de las diferentes culturas que las habían traído al Alcázar y a Sevilla y además para trasladarnos a los lugares de origen de esas plantas. En gran medida, tomar conciencia de la riqueza vegetal que nos rodea y ponerla en valor. Interactuar, y no solo consumir, con el entorno.

El pre-proyecto dejó de ser una pre-maqueta -cuando uso estas palabrejas me refiero a esto-, en definitiva, se concretó: puede verse más información en el siguiente enlace aquí. Recientemente además hemos creado una extensión del trabajo en el Alcázar, surgida en parte de la necesidad de que las entradas de cada planta no se quedaran solo en la aplicación digital prevista para el Alcázar, sino que esas entradas pudieran gozar de más espacio, permitir así, de forma paralela a la colaboración con la propia institución, que el proyecto fuera creciendo. Este proyecto, el Alcázar Vegetal, lo podéis ver en:

https://alcazarvegetal.wordpress.com

Estoy muy agradecido por este trabajo y no podía dejar terminar el año sin reflejarlo aquí. Os deseo lo mejor para el próximo año.

Un feliz saludo.






Grande Raccordo Anulare (I)


14 de  diciembre de 2014


Circular por la ciudad de Roma, ya sea al volante o como peatón, como cualquiera que haya estado allí sabrá, ha sido y sigue siendo una tarea digamos que no apta para principiantes. En mi reciente visita a esta ciudad -en la que, como ya comenté viví una buena temporada-, me llamó la atención que ciertos rituales viarios que conocí entonces continuaran a día de hoy, más de diez años después, aún vigentes: la rapidez con la que la luz para peatones de los semáforos del centro cambia de verde a naranja, o el que este último color sea la única opción posible para los coches a partir de cierta hora de la noche en la que ya no se detienen, en definitiva, el bautismo de fuego que supone cruzar sin paso de peatones la Piazza Venezia. Es el centro histórico, cargado de una densidad, física sí, pero también cultural y simbólica, energética y de memoria, que solo puede dar un espacio que viene siendo habitado, visitado, odiado y reverenciado desde hace cientos de años.

No solo por el centro, también volví a frecuentar partes de la periferia, llena igualmente de recuerdos muy presentes para mí: un parque de atracciones que montan a veces en una plazoleta de Ostia Lido tiene un nivel de evocación y viaje de sueños similar a veces a mis encuentros nocturnos con un lugar tan emblemático como el Panteón, en la Piazza della Rotonda. Así, una manera de recorrer esa periferia de la ciudad es tomar con el coche el Grande Raccordo Anulare, GRA en la señalización de carreteras italiana. Imagino que construido para aligerar el tráfico casi imposible por el centro romano, el GRA es la autopista urbana más extensa de Italia, una autopista que, como decía el director Federico Fellini, circunda la ciudad de Roma como un anillo de Saturno, frase esta última con la que empieza un documental como Sacro GRA (aquí un poco de información) por entero dedicado a este peculiar símbolo moderno de identidad romana, y en el que por lo demás puede verse un poco el día a día de algunas personas que viven en los márgenes -es decir, lo marginal- de una gran capital tan llena de clichés como Roma.

El GRA está -también, cómo no- cargado de historia; por un lado, a quienes nos apasiona la Historia, así con mayúsculas, resulta muy sugerente ver cómo a medida que conducimos por él vemos desfilar una serie de desvíos que nos conectan con el centro histórico, desvíos que tienen los nombres de las carreteras de la época clásica con las que efectivamente coinciden en gran parte en su trazado y que son atravesadas perpendicularmente por el GRA. Nos recuerdan además que no vamos por una autopista cualquiera, sino que de nuevo y todavía estamos en Roma. El contraste en definitiva de ver nombres como Via Aurelia, Casilina, la Appia... en señalización moderna y no en antiguas placas de mármol como podemos haber visto previamente en el centro me produjo esta vez un efecto sorprendente, surrealista. Es como estar fuera del tiempo o, si se quiere, al borde del tiempo.

Por otro lado, el GRA está lleno de microhistorias, como las que se relatan en el documental, también de leyendas urbanas, como esa que dice que existe gente que se ha quedado atrapada en el GRA sin poder encontrar la salida, dando vueltas en un tiovivo gigante. El GRA se me antoja así como un vórtice alrededor de un centro del mundo, onphalos u ombligo como es Roma.

Así, no me parece casualidad que Fellini hablara precisamente de los anillos de Saturno. El planeta toma su nombre de la divinidad romana asociada al Tiempo, un dios que fue llamado Cronos por los griegos. Una cuestión espacial, física, se hace pues temporal con este nombre. El GRA me recuerda la circularidad del tiempo o, más bien, que siempre damos vueltas en torno a lo mismo


Trevor (Christian Bale) y María (Aitana Sánchez Gijón) en la cafetería del aeropuerto en El Maquinista (2004)

Recuerdo un sueño... Se escucha By this river de Brian Eno. La oí con mucha atención en la carretera, en cierto viaje nocturno por ese Grande Raccordo Anulare de Roma que de nuevo se me aparece en el sueño. Compartiendo una melancolía placentera, agradable. En el sueño tengo que llevar a alguien al aeropuerto, es de noche, como aquella vez en el Grande Raccordo Anulare, no una sino varias veces, y ver cómo esa persona se aleja. Entre medio de esas repeticiones, hablamos y nos contamos cómo estamos, más o menos nos ponemos al día, al menos nos dejamos contarnos cosas, hasta qué punto hay ganas de hablar realmente o salir del paso, eso no lo sé decir, una manera muy parecida a cómo Trevor en la película El Maquinista acude puntualmente, día tras día, a hablar con la camarera del aeropuerto. En el GRA, una luz de farola, otra, otra, van pasando, el piano de Brian Eno da ritmo a ese dejar atrás de las luces de la carretera. Yo siento que efectivamente, como dice la letra de la canción, voy respondiendo con expresiones de otro tiempo...

You talk to me 
As it from a distance
And I reply
With impressions chosen from another time, time, time,
From another time. 

La sensación de que estamos dando vueltas a un único tema, una sola cuestión. Y de encontrar un pasaje, una zona intermedia que ayuda a poner un foco de atención, que da luz sobre cuál es ese tema en torno al cual nuestra vida parece girar. Ver pues que estamos en el anillo y no en el centro, en una suerte de periferia y no en la esencia. Por qué no, esto nos da una alegre lucidez de dónde estamos. 

Una y otra vez


19  de octubre de 2014


Los Visitantes, conectados

Entro en la sala, oscura, un poco cansado de haber visto -y recorrido- la fascinante obra de Richard Serra. Lo que quería visitar a toda costa del Guggenheim de Bilbao, el viaje que te proponen las esculturas de metal de Serra, ya ha pasado y no tengo expectativas y quizá por ello me sorprende lo que empiezo a no solo a ver, sino también a oír: una pegadiza melodía, cadenciosa, lánguida, me hace dejar el embotamiento y cerrazón con las que venía. El sonido está amortiguado, susurrado más bien, y noto que viene de distintos puntos de la sala. Hay unas pantallas por las que tengo que pasar una a una para intentar comprender lo que estoy oyendo. En las imágenes que se proyectan, una casa noble y vieja, que conoció tiempos mejores, con un porche lleno de gente de aspecto nórdico, me da la bienvenida. Aires de fin de fiesta. A la izquierda creo recordar hay un hombre tocando la batería, veo después un joven que toca una guitarra eléctrica mientras una mujer duerme de espaldas a él, otro que toca un piano, en diferentes habitaciones de gusto decimonónico que, entiendo, son de la propia casa del porche... la melodía sube de volumen y noto que se hace más intensa en alguna de las pantallas: todos están tocando la misma canción. Aquí podéis ver en cualquier caso un fragmento.

La situación me recuerda un poco a la escena de la película Magnolia de Paul Thomas Anderson en la que los diferentes protagonistas entonan una misma canción, el Wise up de Aimee Mann, un ratito de luz y compasión con uno mismo que experimentan mientras todos están pasando por sus horas más bajas. La diferencia es que en la videoinstalación esa unión momentánea entre los personajes es más real, ya que pueden oírse unos a otros: observo que todos tienen auriculares, están de algún modo más conectados. Todo está así transcurriendo de manera simultánea, están tocando en soledad y juntos a la vez. El tema es repetitivo y muy sencillo, de pocos acordes, lo cual permite que la canción sea adornada con arreglos y variaciones por parte de cada uno de los instrumentos, enriqueciéndose a cada momento. Al poco, ya estoy tarareando la canción: una y otra vez caigo en mis maneras femeninas. Recorro la sala y compruebo que si me acerco a algunas de las pantallas puedo escuchar en detalle la voz y/o instrumento de la persona que allí se proyecta, es como recorrer la casa y acercarte a la habitación donde interpreta la canción esa persona. La canción es larga, me dicen después que 64 minutos que fueron grabados de un tirón. Es bonito ver cómo en todo ese tiempo a momentos cada persona entra o sale del tema, se relaja o se emociona. Me viene en ese momento que esta obra de video arte, al igual que la escultura de Serra, necesita del movimiento del cuerpo del visitante para acceder a ella, un movimiento que en ambas obras se hace de manera  espontánea, en la escultura guiado por las propias curvas del metal, en esta por la misma música. Es bonito así, y también, sentir que estás dentro.

Es triste y sedante, como los mejores temas de Bon Iver. Bon Iver, quien por cierto reparte letras de sus canciones en los directos para que todo el mundo las pueda cantar con él. Se dice que así el dolor es más soportable. La tristeza compartida.

No está Bon Iver pero sí que participan de todos modos aquí personas famosas del mundo de la música, islandesa en este caso. Algunos Sigur Rós o las gemelas de Múm acompañan en fin al artista que ha ideado la obra, Ragnar Kjartansson, que es por cierto el que está tocando la guitarra en la bañera. Escucho en la audioguía lo que motivó al artista islandés para realizar esta obra. La relación con la que entonces era su mujer estaba pasando por un proceso de alejamiento que finalmente terminaría con la ruptura. Para hacer más llevaderos estos momentos el artista decidió componer una canción. Lo hizo a partir precisamente de unos versos de su exmujer. Invita amigos músicos para grabar el tema, los Visitantes que vienen a la decadente mansión donde tiene lugar la grabación de como ya he dicho 64 minutos en una sola vez. Fue en el 2012, por cierto en otoño, como ahora.

Leo en declaraciones a la prensa que Ragnar pretendía retratar la melancolía con esta canción. Uno de los efectos de la melancolía es la dejadez, la inacción cercana a la depresión. El hecho de que Ragnar pase los 64 minutos en la bañera no me parece casual al respecto.



San Juan de Gaztelugatxe

La entrada al Guggenheim y el inesperado encuentro con Ragnar Kjartansson y sus visitantes fue solo una parada más en el viaje que he hecho con mi amigo David C. por la costa del País Vasco. Es parte de un proyecto del que todavía no quiero dar detalles, solo adelantar que tiene que ver con todo esto de lo que hasta ahora he escrito: la música, por supuesto, las olas del mar y el hecho de enfrentar la soledad.

La soledad existe, evidentemente, y da miedo. Mal entendida, aunque con frecuencia es como se entiende, la soledad parece sinónimo de desamparo, de pérdida de conexión con el mundo. Eso es más bien, creo, la tristeza melancólica, inoperante, de la que habla Ragnar en su obra. Cuando se experimenta esa sensación de soledad aparenta ser eterna, como que nada va cambiar. En realidad, salvo extremas excepciones, es al contrario, no estamos solos. En primer lugar, puedes tener personas justo delante de ti que están sintiendo exactamente lo mismo que tú, pero tu soledad, que es más importante, te hace no acercarte a ellas. En segundo lugar, tienes a todo el universo que es uno mismo. Un sí mismo que se hace por lo demás con las otras personas

La soledad en negativo, así vista, se me presenta como una ilusión puramente mental, una estrategia más del ego que, para sentirse diferente y especial, afirma que es algo separado de las personas y el mundo todo, en una ecuación que parece tomar la forma de soledad= tristeza: "yo soy tristeza", parece decirnos el ego, "y nada va a cambiar", añade, con tono rígido y absoluto. Esa locura egoica, citando libremente a Aimee Mann en Wise up, "no se va a parar hasta que madures". Traducido de otro modo... hasta que te rindas.

Es una emoción más, a veces más intensa, otras más sutil. Y como toda emoción, la tristeza no es eterna a no ser que queramos que lo sea. En cualquier caso las emociones no se pueden negar y conviene, eso sí, dejarlas manifestarse, no rechazarlas de primera, abrazarlas si es posible, porque sí tiene un punto de realidad: vendrán, por supuesto, una y otra vez, para recordarnos dónde estamos, a qué nos estamos enfrentando o qué estamos evitando en nuestras vidas. Por cierto que la tristeza no es exclusiva, convive con muchas otras emociones e historias. Lo loco, neurótico, egoico o llámese como quiera, es perpetuarlas al creer que son parte fija de nuestra personalidad, cuando solo son tendencias.

De hecho, Ragnar posiblemente salió de la bañera tras los 64 minutos de grabación.




Las ciudades y el nombre



Después de visitar de nuevo Roma,
30 de septiembre de 2014


«Poco sabría decirte de Aglaura aparte de las cosas que los mismos habitantes de la ciudad repiten desde siempre: una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna bizarría, algún puntilloso homenaje a las reglas. Antiguos observadores, que no hay razón para no suponer veraces, atribuyeron a Aglaura su durable surtido de cualidades, confrontándolas por cierto con aquellas de otras ciudades de su tiempo. Ni la Aglaura que se dice ni la Aglaura que se ve han cambiado quizá mucho desde entonces, pero lo que era excéntrico se ha vuelto usual, extrañeza lo que pasaba por norma, y las virtudes y los defectos han perdido excelencia o desdoro en un concierto de virtudes y defectos diversamente distribuidos. En este sentido no hay nada de cierto en cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen sólida y compacta de ciudad, mientras menor consistencia alcanzan los dispersos juicios que se pueden enunciar viviendo en ella. El resultado es: la ciudad que dicen tiene mucho de aquello que se necesita para existir, mientras la ciudad que existe en su lugar existe menos.

Si por lo tanto quisiera describirte Aglaura ateniéndome a cuanto he visto y probado en persona, debería decirte que es una ciudad desteñida, sin carácter, puesta allí a la buena de Dios. Pero tampoco ni siquiera esto sería verdadero: a ciertas horas, en ciertos escorzos de calles, ves abrírsete la sospecha de algo inconfundible, de raro, acaso de magnífico; quisieras decir qué es, pero todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta ahora aprisiona las palabras y te obliga a redecir antes que a decir.

Por eso los habitantes creen siempre habitar una Aglaura que crece solo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece en tierra. Y aun yo, que quisiera tener distantes en la memoria las dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado.»



                                                                                            - ITALO CALVINO, Las ciudades invisibles -  



Soñar la vida


17 de agosto de 2014


Dos amigos se miran frente a frente, en silencio. Un momento sagrado.

Hay veces en que te despiertas y notas que estás atrapado haciendo uno con la cama, el sueño de esa noche ha sido especialmente denso y pegajoso, pareces estar en una tela de araña de la que no se puede escapar, igualito que en el video clip de Lullaby de The Cure. Otras veces, te despiertas y te levantas sin ningún tipo de problemas con una agradable sensación que al mismo tiempo lleva un cierto matiz de melancolía, un poco como esta canción -por cierto en la banda sonora de El Cambio- porque lo que has soñado ha sido tremendamente claro, como se dice también, lúcido. Ese sueño, que es suave, dulce, blando, se te ha quedado con la intensidad de un recuerdo, como cuando percibes un olor y te transporta a una sensación o experiencia vivida. Son sueños en los que incluso parece que te enamoras de alguien, donde descubres que quizá sientes algo por otra persona.

Puede pasar, sin embargo, que no te despiertes. Irías vagando entonces de sueño en sueño, sin volver nunca más a volver a eso que se llama vigilia o realidad. ¿Cómo sería eso? ¿Y si estamos dormidos? Este es el planteamiento de una película que vi hace algunos años llamada Waking Life, en español, Despertando a la vida. Hace poco, hablando con Manolo T., intentaba recordar cómo llegué hasta ella y la verdad es que no consigo hacerlo. Es una película de Richard Linklater, el de A Scanner Darkly, y posiblemente fue a través de esa última peli como me enteré de la existencia de Waking Life. Las dos películas están realizadas con una peculiar técnica, entre lo digital y lo artesanal, llamada rotoscopia, consistente en reemplazar los fotogramas de la grabación con actores y escenarios reales por dibujos calcados de los mismos fotogramas. Es decir, primero hay que hacer la peli y después digamos que dibujar sobre ella. El efecto que produce es el de inestabilidad, una realidad siempre cambiante, que en Scanner Darkly venía a cuento para recrear el estado alucinatorio que pueden producir algunas drogas y que en Waking Life, bueno, se acerca a esa situación aparentemente real pero inconstante que es el sueño.


El anónimo protagonista rotoscopiado, viendo una peli en un sueño...


En la película mientras un personaje está hablando su rostro puede estar continuamente transformándose -se le agrandan los ojos, cambia el color de la ropa, etc.-, cuando no la propia habitación donde tiene lugar la escena, con las paredes moviéndose sutil pero constantemente, o los objetos o el propio personaje flotan de repente... A veces, directamente se cambia a los dibujos animados puros y duros. Esta técnica permite así una libertad que nos remiten a situaciones muy "de sueño".  

Moviéndose en estos irreales escenarios, con una música de tango a lo Piazzola también muy cambiante, el chico que protagoniza la película se da cuenta que va pasando de un sueño a otro sin lograr despertarse. Soñando que sueña, va encontrándose con personajes de todo tipo que reflexionan sobre grandes temas existenciales, conceptos filosóficos de alta cultura que el chico intenta asimilar, simplemente escuchando. Son temas como el libre albedrío, el poder de la elección, la voluntad de Dios, el papel de la revolución, la falta de vida contra la abundancia de vida -¿cuál es la característica más universal de los humanos? ¿El miedo... o la pereza?- el ataque al sistema, la teoría contra la práctica, la evolución en la Tierra... son todos monólogos muy intelectuales, muy enrevesados incluso, que se le ofrecen al chico para intentar entender su situación. Más bien, la situación general, a través de lo que él está viviendo, de qué puede significar eso de realidad y estar vivo.


La sala de espera [Fuente: weheartit.com]


De hecho, me gusta que el chico no hable: parece que intenta solo comprender, sin intervenir. Hay un momento de la peli, en el que ya empieza a escuchársele la voz, que es cuando visita a unos tipos que le indican un poco cómo controlar los sueños. Sabiendo que estás soñando, le dicen, ellos pueden de algún modo pilotar los sueños y elegir lo que quieren hacer. Le dan trucos como por ejemplo encender y apagar luces eléctricas ¡eso no falla!, le aseguran. Solo que él lo hace en esa misma habitación y no funciona y de nuevo empieza a volar, es decir, está aún soñando. Como el protagonista le dice después a una chica con la que se cruza en los momentos finales, ya consciente de que no puede hacer nada para cambiar su situación: ¿qué se siente al saber que eres un personaje de un sueño? El encuentro final es por cierto con el propio director de la peli, Richard Linklater, lo cual destroza todavía más los límites entre realidad y ficción, personaje de la película y actor de sueños, es muy bonito, y aunque la peli se puede ver perfectamente a fragmentos, al carecer básicamente de linealidad, sí que hay una evolución del personaje y prefiero no desvelar esa conversación final para quien no haya visto esta extraña película.


La chica que quiere ser más humana


En un deseo de una vida más vivida, más auténtica, los sueños nos enseñan que no podemos controlar la realidad. Podemos vivir con esa ilusión, perfectamente. Por supuesto solo es eso. Una ilusión. Un sueño.

Feliz verano y felices sueños.

Ulises en el mástil



17 de julio de 2014


Una buena mañana, un hombre sale al balcón, a la terraza, de su espléndida casa situada a orillas del mar. Siente cómo su cara es refrescada por la brisa mientras escucha reconfortado el sonido de las olas del mar. Otro día perfecto, con todas las comodidades, con todas las seguridades. Y sin embargo, algo falla, ya hace tiempo que está fallando... pero esta vez decide no rechazarlo, no opta por hacer algo, cualquier cosa, con tal de distraerse y evitar así esa extraña punzada en el estómago -unos días, otros es una presión en el pecho que le impide respirar- que últimamente, desde hace unos años, le impide aferrarse a esa sensación tan agradable que proporcionan las olas y la brisa. Lo ha intentado, claro que sí, ha intentado apegarse a esas sensaciones placenteras y evitar su malestar interno. Hoy no quiere dejarlo pasar y escucha lo que se está moviendo. Una especie de nostalgia, una tristeza suave, no agresiva ni represora, que no le roba la energía, le habla esta mañana con más fuerza que las imperecederas brisas y olas, quizá incluso le habla con nueva voz a través de ella. Es un buen día para navegar. Es hora de volver a casa.



Ulises atado al mástil voluntariamente para oír el canto de las sirenas. Todo un reto.



Esta es más o menos la situación de partida de un libro que tengo asociado a las olas y la brisa, de las que afortunadamente disfruto normalmente los meses de verano... me refiero a la Odisea. Y es que en verano, me parece que como a tantos otros a la vista del mar, me da por recordar a su protagonista Ulises y la idea de viajar. Creo además que en general es un libro muy divertido. Vamos, un libro en su forma de aventuras. Pero, ¿por qué es buena la Odisea? Rememoro aquí las palabras de mi amigo Carlos P., cuando dice que cree que cualquier novela valiosa lo es porque tiene, al menos, un personaje valioso, y que si éste personaje nos parece valioso es porque su búsqueda, busque lo que busque, es al final la búsqueda de sí mismo. La búsqueda de nosotros mismos.

El viaje de Ulises es de hecho tan antiguo como el mundo, todos y todas en mayor o menor medida -cambio de casa, le voy decir a ella que la quiero, dejar un trabajo... de ahí en adelante- lo hemos hecho alguna vez, ese viaje motivado por una fuerte sensación de que ya nada es cómo era que nos incita a probar el cambio. Por eso, al final de todo, nos gusta: es el viaje por el que salimos de nuestras aguas seguras y conocidas que supondrá dejar atrás creencias que teníamos por verdades absolutas, compañías que considerábamos eternas, mecanismos de defensa que pensábamos en nuestro orgullo que eran implacables. Es la gran aventura, independientemente la forma que tome, la del descubrimiento de sí.

Hay muchos ejemplos de esto en el libro, pero uno se me presentó especialmente claro a raíz de practicar una herramienta muy útil para conocernos un poquito mejor, la meditación. Aquí ves claramente el juego de la mente de intentar escapar de lo que es, de buscarse distracciones para no comprometerse con la realidad de lo que está pasando y de lo que está pasándote. Como dice una experta en esto de la meditación, porque precisamente se ha frustrado muchas veces con ella, la monja Pema Chödrönmeditar tiene que ver con abrirse y relajarse con lo que surja, sin escoger ni elegir. No está diseñada ni para reprimir nada ni para predisponerse al apego. 



Pema Chödrön


Se me ocurrió hace poco en fin que lo que hace Ulises en el mástil del barco escuchando a las tentadoras sirenas es como una meditación, donde te asaltan todos tus demonios. Las sirenas, como las voces de la mente, tramposa y comodona, nos dicen "sal de ahí", "huye a la búsqueda de placer", "escapa del sufrimiento" y todo eso que suele decir cuando meditas... además de "me duele el codo", "se me ha quedado dormida la pierna" o "me pica la nariz".

Explorar y explorarnos, porque somos el mundo: una transformación de nuestro mundo requiere previamente la propia transformación. No es casual que el autor de esta última frase, Antonio Pacheco, empiece su libro Ego, esencia y transformación con un capítulo titulado "El Viaje" en el que precisamente habla de Ulises:

La travesía es a menudo dolorosa, llena de obstáculos y dificultades, como las que tuvo que vivir Ulises, primero combatiendo en la guerra de Troya, que podemos tomar como un símil de la batalla de la vida, y después en su viaje de regreso a Ítaca, como metáfora del viaje interior, necesario para llegar a nuestro verdadero hogar y habitar nuestra vida en nuestro cuerpo. El viaje no está exento de dificultades: a nuestras batallas interiores se suman las que suponen afrontar la realidad  de las experiencias imprevisibles que la vida nos depara. El camino de la conciencia nos conduce a recuperar el contacto con nuestro ser esencial, necesario para encontrar un sentido a nuestra existencia. No en vano, se ha llamado el viaje del héroe.

Confieso que este primer capítulo, incluido su título, hicieron que el libro de Antonio Pacheco me gustara casi más que la Odisea. Es un libro de trabajo sobre sí a través de técnicas psicocorporales, donde también se habla de meditación, para leer despacio, confiando, explorándolo también, aunque de primera puede que no nos llegue todo lo que dice -a mí me pasó-, un libro vivencial del que me alegro poder hablar en este blog. Una invitación pues a sentarnos con él, estéis en el punto que estéis

Así, poco a poco, conociéndonos mejor, se hace más grácil el regreso a casa.








El descubrimiento de la lentitud


16 de junio de 2014


«John Franklin tenía diez años y seguía siendo tan lento que no era capaz de coger ni una pelota. Siempre le tocaba sujetar para los demás la cuerda, que desde la rama más baja del árbol se prolongaba hasta su mano levantada. La sujetaba tan bien como el propio árbol, sin bajar el brazo lo más mínimo hasta que terminaba el juego. No había en Spilsby ni en todo Lincolnshire otro chico más capacitado a la hora de sujetar la cuerda. Desde la ventana del ayuntamiento, el escribiente observaba con gesto de aprobación.
Quizá no hubiera en toda Inglaterra nadie que pudiera permanecer de pie una hora entera o más sujetando una cuerda.»

Con estas palabras comienza el libro que da título a esta entrada, El Descubrimiento de la Lentitud, del alemán Sten NadolnySu protagonista, John Franklin, es un personaje real que ha pasado a la historia por ser el gran explorador del Ártico. Este marinero británico que vivió entre el siglo XVIII y XIX, que recorrió el globo desde Australia hasta el Polo Norte, que estuvo en escenarios claves como Trafalgar y conoció a personajes no menos importantes como el capitán James Cooke, poseía no obstante, según la novela de Nadolny, la particularidad, para la percepción del tiempo de las personas digamos normales, la particularidad decía de ser un hombre demasiado lento. John Franklin necesita tiempo para entender lo que le está diciendo la gente, responder adecuadamente a la diversidad de estímulos del ente social, al tiempo que puede quedarse contemplando una hoja de un árbol hasta que ésta caiga, sin importarle el tiempo que se necesita para observar este fenómeno. Necesita tiempo para captar el instante, para ver lo que realmente está pasando.


La cosa estriba en que los hábiles intentan constantemente cambiar lo poco que conocen del mundo. Un día descubrirán el mundo, en vez de mejorarlo, y ya no olvidarán lo que descubran. Efectivamente, John no es lo que socialmente se entiende como alguien hábil, o perspicaz, incluso ni siquiera parece inteligente. En sus viajes, aprendiendo a conocerse, John va a su vez reconociendo cómo su lentitud  -que equivalía a una instrucción espiritual- contiene en sí la rara virtud de la paciencia, una paciencia que gradualmente le irá acercando a la paz de espíritu. Sus conversaciones con el pintor expedicionario William Westall, una especie de discípulo no reconocido de Turner y precursor de los impresionistas que no desea representar en sus cuadros lo que se entiende por realidad, le van a hacer definitivamente dudar de los fenómenos aparentes y le van a confirmar que lo que él verdaderamente busca es lo permanente, lo esencial del mundo cambiante de los sentidos y las charlas del ego humano.



La lentitud, la paciencia, el pararse... puesto en negativo, el no acelerarse, no precipitarse, no exagerar en la interacción, no adelantar acontecimientos pensando que ya todo lo sabemos... el conocimiento de un nuevo lenguaje, el sensorial, más lento que el de la máquina hablada, que compartirá John con una mujer... son todo ello procesos vitales para poder con realismo disfrutar con cada una de las experiencias que vivimos. En sus viajes por Tasmania, John se reencuentra con un compañero de juventud, Sherard Lound, que a los ojos de los médicos ha perdido la razón, no reconoce ni habla a nadie y se hace llamar John Franklin. Curiosamente, muestra más vitalidad que muchas de las personas cuerdas. A estas observaciones, John responde que su viejo amigo quizá haya encontrado el presente.

John vive el cambio que supone para la cultura europea la llegada del positivista -que no positivo- siglo XIX, una época en la que relojes y personas se habían vuelto más exactos: John lo habría dado por bueno si ello hubiera significado también calma y mesura. Pero notaba en todas partes que faltaba tiempo y se iba con prisas; un periodo, dice él, en el que se había puesto de moda la frase ¡no tengo tiempo! Esta situación de excesiva rapidez moverán a John a embarcarse en la búsqueda de para él la última frontera, el Polo Norte: mar abierto y un tiempo sin horas ni días.

Comparto de manera vivencial la idea que Nadolny pone en boca de John Franklin de que los descubrimientos -todos, no solo los geográficos, sino sobre todo los personales- tienen en común el hecho de observar las cosas muy despacio: esto es el descubrimiento pacífico y paulatino del mundo y de los hombres. A mí, que tradicionalmente me considero una persona más bien rapidita, como en general lo es nuestra cultura -no soy tan especial-, el recuerdo constante de la experiencia de la lentitud me libera.

La persona que me recomendó y regaló este libro vive ahora en otras latitudes, otros mares, una región que se corresponde con lo que antiguamente se conocía en los mapas como los mares del Sur. A ella le dedico especialmente esta entrada: le doy unas gracias que llevan el gusto de la eternidad. Y a todos y todas, la invitación a descubrir, con John si queréis, la lentitud.

De vez en cuando, hace falta navegar.





Murmullos de la Tierra

18 de mayo de 2014


Creo que fue viendo la película de Star Trek -la antigua, la de Leonard Nimoy o Señor Spock- como me enteré de la existencia de esta sonda lanzada al espacio exterior a finales de los años setenta del pasado siglo. Contenía en su interior un disco donde se habían registrado sonidos, saludos en diversos idiomas -incluido, de manera fascinante, el de las ballenas- y músicas de diferentes partes del mundo. El nombre de la sonda: The Voyager, la viajera. El astrónomo Carl Sagan fue uno de sus inspiradores y participó incluso en el comité científico que realizó la selección de músicas que iban a representar al género humano ante posibles oyentes extraterrestres, porque tal era el motivo de enviar a la Voyager a las regiones interestelares, más allá del Sistema Solar: rastrear la posible existencia de vida inteligente fuera de la Tierra y, al mismo tiempo, dejar constancia de que hay vida en el propio planeta Tierra. Al fin y al cabo, ser oídos y confirmar que el ser humano no está solo en el Universo. Un mensaje en una botella a la deriva en el inmenso mar espacial.


El Disco Dorado: jeroglíficos visuales, electrónicos y sonoros. ¡Música para todas las galaxias!

Entonces, siempre he pensado, si algún día nos extinguimos el único rastro, la única huella, de nuestro paso por el cosmos ante otros seres vivos que habiten otros mundos sería este disco. Se recopila aqui por tanto supuestamente lo más representativo de la polimorfa creatividad musical humana. En este sentido, junto a clásicos como Bach o Beethoven, junto a la formidable música popular de los diferentes continentes -por cierto que aquí dejo la lista de temas seleccionados- siempre me ha encantado el hecho de que junto a todo ello esto se encuentre también flotando por el espacio, alegrando la vida intergaláctica. Y que seguirá sonando cuando ya nos hayamos ido.


En todo esto de la Voyager pensaba cuando esta primavera mis amigos Salas M. y Sergio R. me dieron a conocer antropoloops. Concepto alternativo a la world music, y empezando por recopilar diferentes músicas del mundo, antropoloops es un proyecto surgido un poco de la necesidad de dar a conocer esas músicas a las que normalmente no tenemos acceso y que paradójicamente y al mismo tiempo son muchas veces de dominio público, es decir, no tienen derechos de autor. Es un viaje por el planeta a través de algo que realmente nos une como especie, algo que compartimos todos y todas, componentes del género humano, realmente un lenguaje en ese sentido universal por encima de las diferencias y las marcas sociales o de clase que impone el idioma... la música. Para más información de las intenciones de sus autores, visitad su página web, muy recomendable también por su diseño.


De hecho, el diseño es importante también en la configuración del proyecto, ya que antropoloops se basa en tomar fragmentos de esas canciones o músicas de diferentes partes del mundo, las recorta y produce un bucle o loop para con dichas piezas crear canciones nuevas. Este collage musical se corresponde con los propios collages visuales que conforman las ilustraciones que, como la portada de un disco, se elaboran específicamente para cada canción. Las ilustraciones están compuestas a partir de recortes de las propias portadas de los discos originales de donde se toman los fragmentos musicales. Es decir, en todo momento se sabe de dónde vienen, tanto la música como la imagen, y cómo se conectan con otras.

Esto de la procedencia se puede ver también en el mapa: en el concierto que dieron en la Isla de la Cartuja, en Sevilla, se pudo ver cómo en un mapamundi que se proyectaba tras la mesa de mezclas se iban iluminando diferentes regiones del planeta a medida que se iban incorporando los fragmentos que a modo de loops componen la canción. Así, incluyendo además los años de grabación de las pistas de música, se obtenían resultados como este:





Os dejo con el tema que abre el disco y se corresponde con este mapa, todos descargables, por cierto:

https://soundcloud.com/antropoloops/sacromontes-gettin-fuzzy
 
Si estamos solos en el Universo, pienso que podemos acercarnos un poquito más entre nosotros y nosotras. Aunque sea empezando por la música.



Apropiación simbólica


7 de mayo de 2014


Hay siempre una intención en la creación de las imágenes. Unas veces es más velada, otras más evidente, lo cierto es que la representación artística ha estado sometida a lo largo de la historia a diversos condicionantes: una obra de arte, en tanto que creación humana, implica una visión del mundo por parte de quien la crea, que varía según su condición política y socioeconómica, de dónde y con quién se han criado las personas que la realizaron. Que puede ser incluso un arma, eso también lo sabían historiadores del arte como Gombrich, de origen judío austríaco, y otros de su generación como el berlinés Rudolf Wittkower. Ambos pudieron comprobar cómo el nazismo destruyó obras de arte y promocionó otras a su favor como parte de su estategia de propaganda destinada a imponer su visión del mundo, por la fuerza, sí, y también con ello en el plano simbólico.

Cineastas, artistas de todo tipo, científicos, obreros... también Gombrich, Wittkower y muchas otras personas dedicadas a la enseñanza y estudio de la historia del arte tuvieron que huir de sus lugares de origen y desarrollar su labor fuera de su hogar debido a la locura nazi. Muchos murieron antes de poder exiliarse. Quizá por ello los historiadores del arte alemanes y austriacos de la época que no aceptaron y sufrieron el nazismo tuvieron muy claro, por experiencia vital propia, que cualquier representación artística, por muy pretendidamente veraz que sea, esconde una manipulación y significados más profundos. Hubo historiadores alemanes de esa quinta, como el muy a su pesar brillante Erwin Panofsky, que en su afán casi neurótico por explicarlo todo llegaron a conclusiones a veces muy rebuscadas... pero es que tras haber vivido la brutalidad inhumana del nazismo muchos de estos investigadores necesitaban de nuevo la explicación lógica, la razón, como bálsamo y aliada para que la historia, el mundo todo, volviera a cobrar sentido.


Alberto Durero, Melancolía I, 1514. Este complejo grabado del genial artista de Núremberg es una de las obras de arte a las que Panofsky le dio más vueltas. Alberto Durero fue en general uno de los artistas alemanes favoritos de Panofsky: quizá el hecho de estudiarlo tan insistentemente fue un intento por su parte de recuperarlo del "secuestro de lo alemán" que había llevado a cabo el nazismo, un rapto, una apropiación, que hizo que gran parte de la ciudadanía alemana, durante un tiempo tras la guerra, rechazara su patrimonio histórico, literario y artístico por asociarlo automática y digamos definitivamente con el régimen nazi.


El régimen nazi se encargó de desprestigiar lo que era diferente a su concepción del mundo, magnificando las pequeñas diferencias de color de piel, sexualidad, religión, etc. para hacer pasar a los "no nazi" por casi seres ajenos a lo humano. Al considerar a judíos, gitanos o polacos como otros, como seres inferiores y estorbo en el desarrollo de los "únicos humanos", esas personas no acordes con el ideal nazi de raza aria podían ser percibidas como la mala hierba que no deja crecer al árbol. Eran pues objeto de exterminio: esta idea se normalizó además en el régimen nazi por una inversión de la moral natural y por lo que la filósofa Hannah Arendt llamó la banalización del mal. 

Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos "no matarás", aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos "debes matar", pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de construir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probalemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resitir la tentación.

- HANNAH ARENDT, Eichmann en Jersusalén -


El nazismo, en su superioridad, su competitividad radical, su miedo y su ira en fin, todas las emociones y pensamientos que nos impiden ver al otro y solo contemplar nuestro ombligo, había proclamado en definitiva y en grado extremo su separación con el resto del género humano. Esa separación suponía además una propia desconexión con lo que nos hace realmente humanos: la compasión, la entrega, el valor... El amor. Era el triunfo del hombre-máquina, ese al que no le duele, porque su falta de contacto consigo mismo se lo impide, sentirse separado de los demás y de sí mismo.

Para las personas inmersas en la visión del nazismo, esa percepción de sentirse superiores y especiales con respecto a los demás era incluso la salvación, la única realidad verdadera. Precisamente por ello -y con esto retomo un poco la idea de la entrada anterior- historiadores como Gombrich, Panofsky, Wittkower o Aby Warburg, del que hablaré en otra ocasión, se fian aún menos del criterio de veracidad cuando las obras de arte representan pueblos lejanos y exóticos, es decir, lo que se conoce como el otro. La estrategia de apropiación simbólica nazi, de tomar una representación de un determinado tipo de persona o cosa como verdadera y convertirla en cliché, no fue pues algo nuevo, sí lo fue la intensidad y el grado de fanatismo que con el nazismo alcanzó.

 
Wittkower señaló cómo a lo largo de la historia, en el arte antiguo, medieval o moderno, el extranjero, el forastero, el bárbaro y la raza diferente fueron con frecuencia dotados de una apariencia grotesca y monstruosa, y así lo hicieron los fotógrafos y cineastas nazis cuando tomaron intencionadamente primeros planos de gentes de otras culturas que vivían en condiciones de pobreza provocadas muchas veces por los propios nazis, en un ejemplo más, ahora nada sutil, de la manipulación de la imagen. Los nazis se apropiaban de la condición humana bajo la ecuación "solo los nazis son humanos", y esto no dudaron en expresarlo simbólicamente, apropiándose de las imágenes, realzando algunas y rechazando otras, en puro artificio al servicio del caos.




La vuelta al orden se pudo entonces intentar con la razón, como hizo no sin abusar Panofsky. También se puede con la escucha de nuestras necesidades interiores más profundas como seres humanos, con el contacto con lo que en esencia somos; Antonio Gramsci, que vivió y sufrió el ascenso del fascismo en Italia y precisamente estudió concienzudamente eso de la apropiación simbólica, propuso al respecto: contra el pesimismo de la razón hay un optimismo de la voluntad.

Esta frase me inspira. Se tarda mucho tiempo, generaciones a veces, en aceptar los cambios. Claro que sí. Al mismo tiempo, opino que el poner voluntad en el sentido de conciencia, en hacer ver que los clichés son solo eso, clichés, estereotipos, refugios mentales nacidos del miedo o la inconsciencia, puede favorecer el cambio.



Invención de estereotipos



11 de abril de 2014


Hacia 1960, el historiador del arte Ernst Gombrich publicó el que posiblemente sea uno de sus libros más influyentes, Arte e ilusión. Un poco como anuncia el título, Gombrich, muy en resumen, se plantea aquí la cuestión de si la llamada creación artística imita la realidad o si por el contrario depende de tradiciones anteriores, de conocimientos y esquemas mentales que llevan consigo los artistas a la hora de materializar sus ideas en una obra de arte; en definitiva, de si podemos crear algo realmente nuevo. Sin dar nunca una respuesta definitiva, pone en tela de juicio eso que se conoce como criterio de veracidad de la imagen, es decir, si lo que se representa es o no real. Hasta dónde llega la representación y hasta dónde la realidad.


Gombrich leyendo con sus nietos
Gombrich despliega para desarrollar esta pregunta una serie de capítulos en torno al tema, capítulos que pueden leerse tranquilamente incluso por separado: a mí de hecho es uno de esos libros que me gusta retomar una tarde de verano y abrirlo por un capítulo a ver qué pasa. Es un libro que te acompaña y no se te impone, en el sentido de que desaparece con su lectura la asociación común entre texto académico y pesadez. Es un libro feliz, escrito por un viejo sabio que te acompaña, sin imponerte una opinión, en un viaje por la historia, la sociología, el arte. Como suele ser habitual en Gombrich, en el texto subyace en todo momento la invitación de dejar atrás nuestras ideas preconcebidas y, como los nenes, volver a mirar.


En uno de los capítulos del libro llamado "La verdad y el estereotipo", en fin, Gombrich habla de un texto popular en Europa a finales del siglo XV, conocido como La Crónica del Mundo o Crónica de Núremberg, por ser esta la ciuad alemana donde se editó por primera vez en 1493, poco después por tanto de que Colón llegara a América y empezara precisamente a cambiar para la civilización europea su percepción de cómo era el planeta. La Crónica del Mundo era una historia universal ilustrada que reunía varias vistas de ciudades importantes de la época, a modo casi de colección de postales, solo que realizadas en grabados. El historiador, parándose a mirar detenidamente esos grabados, manifestaba entonces su sorpresa -y la persona que lo está leyendo con él, ahí una de las claves del libro- al constatar cómo dos ciudades tan distantes entre sí como Damasco y Mantua pudieran ser exactamente iguales: así, podemos ver en ambos grabados una típica ciudad medieval europea, con su perímetro de muralla, sus casas de tejados a dos aguas y sus campanarios de iglesias románicas y góticas, tan características de Europa central, no tanto de la italiana Mantua... mucho menos de Damasco.


Grabados en madera de la Crónica del Mundo, con Damasco y Mantua,1493. Encuentra las diferencias.

Resulta evidente que el ilustrador de la Crónica no visitó esos lugares y, si acaso estuvo en alguno de ellos, optó por representarlos con esquemas y elementos visuales que le eran conocidos. Siguiendo lo que dice Gombrich, no debemos pensar que esto decepcionara a los posibles lectores de la Crónica de Nurémberg, antes bien, la persona que acudiera a esta crónica podía comprobar que los nombres de Mantua o Damasco correspondían efectivamente a ciudades. Para que el lector reconociera que eran ciudades, además, estas debían ser representadas en un lenguaje visual que le fuera familiar, de tal modo que si un señor de Núremberg u otra típica ciudad centroeuropea tomaba el libro y veía las ilustraciones, dichas ilustraciones, cuanto más se parecieran a localidades como Núremberg, aunque fuera de manera estereotipada, mucho mejor, más fácil podía adaptar a su esquema de pensamiento que Mantua y Damasco eran ciudades, y además, ciudades reales. La representación de palacios, ruinas clásicas o mezquitas cupuladas podrían de hecho hacer pensar al contrario que se trataba de ciudades de ensueño, del pasado o fantásticas. Se amolda por tanto lo nuevo, lo desconocido, a patrones establecidos, a imágenes familiares, más fáciles de asimilar según los esquemas mentales de la cultura que los crea, en este caso la centroeuropea.

Por cierto, se da un hecho muy curioso y también aparentemente contradictorio en adoptar imágenes preconcebidas y hacerlas pasar como reales en las descripciones que se hacen no ya de ciudades, sino de algunos habitantes de los lugares exóticos que por entonces, a finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna, estaban explorando los europeos por motivos de su creciente expansión colonial. Así, un marinero mercante inglés llamado John Locke -nada que ver en un principio con el filósofo empirista- escribió un relato de su viaje a las costas de África occidental en 1561. Lo tituló de manera significativa como La verdadera cara de África. Sin embargo, en esta pretendida descripción veraz de lo que vio allí con sus propios ojos, nos habla de que en esas regiones del planeta habitan unos seres monstuosos "sin cabeza, que tienen la boca y los ojos en el pecho". Sin llamarlo por su nombre, Locke está usando un personaje habitual de las narraciones de la Antigüeda clásica, ya descrito por autores como el romano Plinio el Viejo en su enciclopédica Historia natural, conocido como la blemia. Como el cíclope, el ser de un solo ojo, u otros monstruos clásicos, son clichés, estereotipos de lo que para los clásicos era lo salvaje, que sobrevivieron durante la Edad Media en mapas y márgenes de manuscritos habitando lugares "paganos" adonde no había llegado el mensaje divino, y que aparecen de nuevo con fuerza en este relato de la Edad ya Moderna, en pleno siglo XVI.


Una blemia y otras "razas exóticas" en el Libro de las maravillas del mundo de Sir John Mandeville, hacia 1410


Aunque fantásticos, los personajes aquí usados por Locke pertenecían a un lenguaje conocido por los posibles lectores de su crónica, lo cual paradójicamente los hacía más creíbles que si hubiera hablado de la belleza de las oscuras pieles de los habitantes reales de lo que hoy es Nigeria. Con esta descripción del marinero inglés, no se rompía el esquema mental preconcebido, se reafirmaba la percepción habitual de la humanidad que entonces se tenía y además se confirmaba la superioridad de los europeos: la afirmación de Locke de que en esa región africana había visto a las antiguas blemias equivalía a decir que allí habitan seres no humanos. Bárbaros, es decir, no civilizados y por ello inferiores, en el sentido que ya lo usaron griegos y romanos como Plinio para diferenciarse de otros pueblos de la Antigüedad y justificar así su supremacía y sus conquistas. La estrategia colonial subyacente es clara: al considerar de manera negativa a las gentes de esos lugares, poniéndolos al nivel de monstruos, se los separa del género humano, no se los ve como tales. Así, son aptos para ser "civilizados", para implantarles a la fuerza una cultura ajena, incluso para esclavizarles.


Chimamanda Adichie
La historia de Locke y su verdadera cara de África la cuenta una escritora ocupada desde la narración literaria por este tema de los estereotipos culturales, Chimamanda Ngozi Adichie. Nigeriana afincada en Estados Unidos, me la dio a conocer mi amiga María C. a través de una conferencia que podéis ver aquí, por cierto hay disponibles subtítulos en español. Chimamanda comienza su charla contando cómo de pequeña empezó a escribir historias que imitaban los libros que por entonces leía y que eran no por casualidad los más accesibles, libros de autores americanos o ingleses: historias en las que los protagonistas eran rubios con ojos azules, a veces nevaba y hablaban del tiempo diciendo el buen día de sol que hacía.


En Estados Unidos comentaron esos incios suyos diciéndole que eran "poco africanos". Claro y ¿qué es ser africano? Habla Chimamanda de cuando una estudiante estadounidense le dijo que sabía por una novela que los hombres en Nigeria son abusadores sexuales, a lo que la autora le respondió con sarcasmo que sí, que del mismo modo ella había leído American Psycho y desde entonces había comprendido que todos los jóvenes en USA son asesinos en serie. En cualquier caso no consiste en tener solo una historia, la oficial y admitida, que no es sino, al fin y al cabo, el estereotipo que configura nuestra zona de confort y que muchas veces por miedo a lo desconocido mantenemos en forma de creencia de lo que es la realidad. Se trata, frente a esa historia única, en conocer la complejidad de las múltiples historias.

Es así como creamos la historia única, mostramos a un pueblo como una cosa, una sola cosa, una y otra vez, hasta que se convierte en eso.

Ver la complejidad y admitir que la realidad no obedece solo a un punto de vista, menos si ese punto de vista es dominante. Creo que vale para un pueblo o cultura en un principio desconocida, también para nuestro encuentro cotidiano con las personas, ya que los prejuicios y clichés los formamos a diario. Como dice en fin Chimamanda Adichie, los estereotipos no son peligrosos porque sean definitivos, sino porque son incompletos. Y aún así, añado, en ocasiones los tomamos como reales.