9 de abril de 2013
En su película sobre el Decamerón de Boccaccio, Pier Paolo Pasolini interpreta a un seguidor de Giotto que llega a la ciudad con el encargo de pintar un fresco para su iglesia. La población está expectante: no todo el mundo goza del privilegio de tener a un discípulo del gran maestro del momento, el mismísimo Giotto, en casa; menos de contar con la posibilidad de que éste deje una obra para la posteridad en la iglesia local. Así, todos lo apremian para que termine, lo cual surte el efecto contrario de alimentar la pereza del pintor y de sus ayudantes. Los trabajos en definitiva se demoran y la obra, de hecho, quedará inconclusa. El motivo por el cual no terminan el fresco es una revelación, un sueño del maestro pintor, en el que éste ve el fresco terminado en la fantástica perfección que solo los sueños nos pueden mostrar.
Entonces Pasolini, en la película, a través de este personaje suyo, lanza una reflexión que a mí siempre me ha llamado la atención, una pregunta no sé si retórica que de alguna manera me ha marcado en lo que a mostrar o no nuestras creaciones se refiere. Más o menos, es la siguiente:
«¿Por qué realizar una obra de arte si es bellísimo el simple hecho de haberla soñado?»
Se me ocurren al respecto dos historias que he conocido recientemente, dos historias sobre dos creadores geniales y diferentes. Una mujer y un hombre, una fotógrafa y un músico. Son dos historias reales, muy inspiradoras - hasta el punto de haber generado cada una de ellas su respectiva película documental - y que creo que de alguna manera comentan, completan quizá, la cuestión planteada arriba por Pasolini.
La primera es, como ya he adelantado, sobre una fotógrafa. Bueno, nunca alcanzó ese status profesional. Ni siquiera sabemos si ella misma se hubiera definido como fotógrafa, ya que, como afirma su "descubridor" John Maloof, a partir de los testimonios de los que la conocieron, «ella estaba constantemente tomando fotos que no enseñó a nadie».
Se llamaba Vivian Maier. Nació en 1926 en Nueva York, hija de madre francesa y padre auatríaco o austro-húngaro, inmigrantes en USA de todos modos. De hecho, Vivian pasó gran parte de su infancia y juventud en Francia. Una vez que regresó a Estados Unidos a comienzos de los años 50, Vivian se dedicó a la profesión de niñera hasta el final de su vida. Cuando tenía tiempo libre se dedicó a hacer fotos. Fue verdaderamente una pasión, una segunda vida para ella: dejó un legado de más de 100.000 negativos tomados durante cinco décadas de "carrera", un registro de la evolución de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX a través de sus gentes y el entorno urbano. Fotografía de calle, con mirada auténtica, de gran calidad en su factura, fotos en cuyos ángulos, en los reflejos de los escaparates, de las ventanas de los trenes, de los espejos, aparece de vez en cuando autorretratada la esquiva Vivian Maier. Como pretendiendo mostrarse y ocultarse al mismo tiempo, como queriendo recordarnos en algunos momentos, sin mirarnos directamente a los ojos, desde el silencio, que las fotos las ha hecho alguien.
En 2007 John Maloof preparaba un libro sobre un barrio de Chicago y necesitaba material fotográfico para ello. Cuando compró un lote de negativos en una casa de subastas de la ciudad y descubrió los de Maier, simplemente no podía dar crédito. Había que apuntar un nuevo nombre a lista de los (y las) grandes de la fotografía amerciana. Maloof, asombrado por su hallazgo casual, intentó encontrar a la persona que había detrás de la obra, averiguar más de Vivian, pero no logró encontrarla.
Vivian Maier murió poco después, en abril de 2009, con dificultades económicas, en el anonimato... y dejando uno de los trabajos fotográficos más impresionantes del pasado siglo. En la página web dedicada a ella, se la describe como un personaje excéntrico y singular en vida - no obstante la apodaban Mary Poppins. Autodidacta, aprendió inglés simplemente escuchándolo en las obras de teatro que se representaban en las ciudades donde vivió, Nueva York y Chicago. No se casó, no tuvo hijos, tampoco tuvo - y cito de su web - ningún amigo íntimo que pudiera afirmar que la "conocía" a nivel personal.
Afortunadamente, personas que ella había cuidado como niñera cuando eran niños le pudieron pagar ya como adulto un apartamento y sus gastos hasta el día de su muerte. Y afortunadamante para el resto de los terráqueos, en definitiva, se descubrió su trabajo. Maloof preparó un documental sobre su vida y obra, Finding Vivian Maier, que le ha proporcionado a Vivian el reconocimiento internacional, ese sitio en la historia que ella misma parece que no se quiso dar.
La otra historia es posiblemente para algunos sobradamente conocida a raíz de los Oscars de Hollywood de este año: hablo de Sugar Man, Sixto Rodríguez. Otro hijo de inmigrantes, esta vez mexicanos, en Estados Unidos, Sixto se crió en la industrial Detroit, trabajando en la construcción y conociendo el lado más desencantado de la opulenta sociedad americana. De este contexto surgió de todos modos un verdadero músico: aunando el folk al más puro estilo anglosajón con la psicodelia, estilos entonces en voga, Sixto supo poner voz - y vaya voz, con la melancolía de un Nick Drake y el toque country y apasionado de un Neil Diamond - y letra a ese mundo que vivía en los márgenes del oficial sueño americano. Un tipo que lo tenía todo para ser uno de los grandes.
Muchos afirman que podría haber sido un nuevo Bob Dylan. El caso en que a comienzos de los 70, cuando sacó sus únicos dos discos, en Estados Unidos nadie pareció verlo así. Cold Fact (1970) y Coming From Reality (1971) no es que fueran un fracaso de crítica y público, es que pasaron totalmente desapercibidos; de hecho hay quien dice que sólo se vendieron 6 copias de ambos álbumes. Sixto asumió lo ocurrido, abandonó su carrera profesional como músico y volvió tranquilamente a su trabajo en la construcción. Lo intentó y no le salió...
Quizá no era ni el momento ni, sobre todo, el lugar: mientras Sixto vivía y trabajaba en USA sin conocimiento de lo que pudiera producir su obra, una copia del Cold Fact llegó no se sabe cómo a la Sudáfrica del apartheid. En un momento de luchas sociales, de reivindicación de los derechos humanos, el álbum de Rodríguez, como era artísticamente conocido, se convirtió en un verdadero estandarte de los movimientos revolucionarios de este país. Cold Fact, que en Sudáfrica llegó a vender más de un millón de copias (¿quién se quedó con el dinero de las ventas? Sixto no, desde luego), era considerado en este país al mismo nivel que el Abbey Road de los Beatles. La percepción que la gente en Sudáfrica tenía de Sixto era por tanto lo más opuesto posible a la del lejano Estados Unidos: hablaban de él al mismo nivel que Jimi Hendrix, que los Rolling Stones, que Simon & Garfunkel, todos artistas que no podían/querían venir a actuar en directo a un país donde no se respetaban los derechos civiles. Con esa fascinación que aporta pues lo distante, Sixto Rodríguez, ese artista que daba voz a la injusticia y al que nadie había visto nunca, se convirtió en un mito. Hasta el punto de pensarse en Sudáfrica que el ídolo incluso ya había fallecido.
Pero Sixto Rodríguez estaba vivo... vivo y ajeno a ese éxito inesperado. En el 2006, otro hijo de inmigrante, de padre argelino en Suecia en este caso, el director Malik Bendjelloul, supo de la historia de Rodríguez y Sudáfrica y decidió emprender su búsqueda. A diferencia de Maloof y Vivian Maier, Bendjelloul sí que encontró a la persona tras la obra, y tras el mito, y lo hizo a tiempo. El encuentro fue toda una experiencia para el cineasta sueco:
«Cuando lo conocí estaba [Sixto] muy nervioso. Lo que encontré fue un tipo muy agradable. Vestido todo de negro, con gafas oscuras. Como una estrella de rock muy surrealista. Mucha gente trata de ser un rockstar. ¡Y Rodríguez lo es! Lo ha sido toda su vida».
El testimonio de este encuentro es el documental Searching For Sugar Man. Gracias a él podemos conocer la vida real, e ideal por cuanto mitificada, de esa persona introvertida y misteriosa que es Sixto Rodríguez. Él goza ahora del reconocimiento. Nosotros también de su música.
¿Arte para nadie? En muchas ocasiones nuestras creaciones pasan desapercibidas, incluso para nuestro círculo más cercano. Vivian Maier optó por no mostrarla, no sabemos si porque simplemente la quería disfrutar para sí, como actividad de tiempo libre, sin querer pasar de ahi. Sixto Rodríguez sí quiso, lo intentó, aunque hay quien afirma que la timidez con que actuaba en público no le favoreció - quizá esa timidez, esa posible poca valoración de sí mismo, le restó energía y le bloqueó su impulso necesario para mostrar esa obra que parecía salirle de forma tan natural, tan auténtica. Estas personas no pienso que crearan para satisfacer al mercado, no buscaban como primera opción satisfacer las demandas concretas del público potencial. No creo que vieran solo como clientes al resto de las personas. Únicamente es que no quisieron o no pudieron mostrar su trabajo. A veces esto lo hacemos porque pensamos que no es suficientemene bueno o válido; otras, por contra, pensamos que si lo mostramos creemos que se va a pervertir, se va ensuciar, y en ese caso es mejor como Pasolini mantenerlo en el terreno privado del sueño. Lo cierto es que una vez que conocemos la obra de Vivian Maier, de Sixto Rodríguez, de Pasolini también, el mundo cuenta con un poquito más de imágenes hermosas, de música y de poesía, de belleza al fin y al cabo.
En ese momento de abrir, todos y todas ganamos.
John... gracias por Sixto y Maier...y gracias por no dejar esta entrada para un sueño... nos encontramos este finde?
ResponderEliminarCuando quieras.
Eliminar¡¡ Y gracias a ti!!
Muy buena entrada Juan. La estaba leyendo y me estaba acordando de un personaje que aparece en "La vida instrucciones de uso" de G.Perec. Un abrazo chaval!
ResponderEliminar"Durante diez años, de 1925 a 1935, se iniciaría Bartlebooth en el arte de la acuarela.
Durante veinte años, de 1935 a 1955, recorrería el mundo, pintando, a razón de una acuarela cada quince días, quinientas marinas de igual formato (65 x 50, o 50 x 64 standard), que representarían puertos de mar. Cada vez que estuviera acabada una de estas marinas se enviaría a un artista especializado (Gaspard Winckler) que la pegaría a una delgada placa de madera y la recortaría, formando un puzzle de setecientas cincuenta piezas. Durante veinte años, de 1955 a 1975, Bartlebooth, de regreso en Francia, reconstruiría, siguiendo su orden, los puzzles así preparados, a razón, una vez más, de un puzzle cada quince días. A medida que se reconstruyeran los puzzles, se reestructurarían las marinas, de tal manera que pudieran despegarse de su soporte, trasladarse al lugar mismo en el que -veinte años atrás- habían sido pintadas y sumergirse en una solución detersiva, de la que saldría una simple hoja Whatman intacta y virgen."
Gracias por ese gran trocito de acuarela, Manolo... ¡Buena oportunidad para retomar tu dibujo diario! :P
EliminarEn serio, gracias.
Por cierto, hablando de registro y memoria, y en relación con el personaje del comentario de Manolo T, echadle un ojo a los cuadernos de arquitecto de los que habla Marta G.V., lo dejo aquí porque me gustaría recordar también estas historias :)
ResponderEliminarhttp://librodenotas.com/realidadacotada/24022/el-cuaderno-de-viaje-del-arquitecto