25 de noviembre de 2015
Buscando hoy la imagen que ilustra la entrada, me vuelvo a encontrar con la historia clásica, recogida por Plinio el Viejo en su Historia Natural, de la competición por decidir quién era el mejor pintor de Grecia. En ella participaron, en el siglo IV a.C., Zeuxis y Parrasio, dos pintores que han pasado por sus hazañas a formar parte del mito del genio de artista, pero de los que no se han conservado obras.
Pájaro con cerezas, fresco en Pozzuoli, Italia, 200 d.C. |
Los legendarios pintores tuvieron en fin la ocasión de enfrentarse para ver quién era el mejor de los dos. Zeuxis pintó entonces unas uvas con tanto realismo que unos pájaros se acercaron a ellas para intentar picotearlas. Por su parte, Parrasio había cubierto con una cortina su obra. Zeuxis acudió entonces a descorrer la cortina con objeto de conocer la pintura de su rival para darse inmediatamente cuenta de que esto era imposible por ser cortina la obra en sí: la pintura de Parrasio representaba una cortina. Zeuxis, confundido por el arte de su contrincante, tuvo que reconocer a Parrasio como el mejor de los dos, como el mejor pintor de Grecia.
Esta anécdota será relatada muchas veces a lo largo de la historia de la pintura occidental cuando se quiera hablar bien del naturalismo de un artista, es decir, de su capacidad de representar la realidad tal y como es y en sus obras. La cuestión es que esa representación veraz no es sino un engaño; el cuadro, diría un pintor ya moderno a finales del XIX, Maurice Denis, no es esencialmente más que una superficie plana cubierta de colores reunidos en un cierto orden.
La imagen del pájaro y la historia de Zeuxis y Parrasio me vinieron en mente al leer otra historia que recoge Michel Baridon en su libro sobre Los Jardines: Islam, Edad Media, Renacimiento y Barroco. Casi a modo de cuento, con este relato de una competición entre pintores chinos y griegos decorando el palacio de un sultán, concluye Baridon su bello capítulo dedicado al jardín islámico:
«Un día un sultán llamó a su palacio a pintores que vinieron unos de China y otros de Bizancio. Los chinos pretendían ser los mejores artistas; los griegos, por su parte, reivindicaban también la preeminencia. El sultán les encargó decorar al fresco dos muros enfrentados. Una cortina separaba a los dos grupos de competidores, que pintaron cada uno una pared sin saber lo que hacían sus rivales. Pero, mientras que los chinos empleaban toda clase de pinturas y desplegaban grandes esfuerzos, los griegos se contentaban con pulir sin cesar su muro. Cuando se retiró la cortina se pudieron admirar los magníficos frescos de los pintores chinos reflejados en el muro opuesto, que brillaba como un espejo. Y todo lo que el sultán había visto sobre el muro de los chinos parecía más bello en el de los griegos.»
La leyenda vive un poco del recuerdo de la anécdota que relata Plinio; quizá más sabia en esta versión, muestra en general esa recuperación del saber clásico que la cultura islámica realizó durante gran parte de la Edad Media. En cualquier caso, ambas historias hablan de los límites de la percepción y de lo convencional que puede ser eso que llamamos lo real.
Esta anécdota será relatada muchas veces a lo largo de la historia de la pintura occidental cuando se quiera hablar bien del naturalismo de un artista, es decir, de su capacidad de representar la realidad tal y como es y en sus obras. La cuestión es que esa representación veraz no es sino un engaño; el cuadro, diría un pintor ya moderno a finales del XIX, Maurice Denis, no es esencialmente más que una superficie plana cubierta de colores reunidos en un cierto orden.
La imagen del pájaro y la historia de Zeuxis y Parrasio me vinieron en mente al leer otra historia que recoge Michel Baridon en su libro sobre Los Jardines: Islam, Edad Media, Renacimiento y Barroco. Casi a modo de cuento, con este relato de una competición entre pintores chinos y griegos decorando el palacio de un sultán, concluye Baridon su bello capítulo dedicado al jardín islámico:
«Un día un sultán llamó a su palacio a pintores que vinieron unos de China y otros de Bizancio. Los chinos pretendían ser los mejores artistas; los griegos, por su parte, reivindicaban también la preeminencia. El sultán les encargó decorar al fresco dos muros enfrentados. Una cortina separaba a los dos grupos de competidores, que pintaron cada uno una pared sin saber lo que hacían sus rivales. Pero, mientras que los chinos empleaban toda clase de pinturas y desplegaban grandes esfuerzos, los griegos se contentaban con pulir sin cesar su muro. Cuando se retiró la cortina se pudieron admirar los magníficos frescos de los pintores chinos reflejados en el muro opuesto, que brillaba como un espejo. Y todo lo que el sultán había visto sobre el muro de los chinos parecía más bello en el de los griegos.»
La leyenda vive un poco del recuerdo de la anécdota que relata Plinio; quizá más sabia en esta versión, muestra en general esa recuperación del saber clásico que la cultura islámica realizó durante gran parte de la Edad Media. En cualquier caso, ambas historias hablan de los límites de la percepción y de lo convencional que puede ser eso que llamamos lo real.